Lo que el fuego no quiso perdonar: una elegía desde las cenizas
Cuando empecé a escribir Lo que el fuego no quiso perdonar, era aún un novato en todos los sentidos. No sabía si sería capaz de sostener una historia tan grande, ni si mi voz lograría sobrevivir a la oscuridad en la que vivía.
Pero en ese momento, la necesidad de narrar era más fuerte que cualquier miedo: quería crear una elegía, un réquiem para todo lo que no supe guardar, para los nombres, los fragmentos y las raíces perdidas.
La escritura se convirtió en mi refugio. Levanté, palabra a palabra, un mundo donde la memoria es un don peligroso y la magia, más una condena que un don. Construir algo tan grande, tan complejo, fue una forma de no derrumbarme. Le dediqué cada noche de insomnio, cada trozo de tristeza, cada pequeño destello de esperanza que aún me quedaba.
Hoy, no puedo releer el libro sin que me duelan los recuerdos. Es un espejo de mis peores momentos, de la versión de mí mismo que más costó sobrevivir. Pero, con todo, Lo que el fuego no quiso perdonar es el libro al que más cariño le tengo. Es mi herida abierta, pero también mi mayor acto de resistencia.
A veces, escribir es la única manera de no desaparecer.
Sinopsis
En un mundo donde los recuerdos pueden robarse, romperse o convertirse en armas, Lo que el fuego no quiso perdonar narra la historia de los que se quedaron atrás: los que resisten a la amnesia mágica, los que protegen nombres que pesan como condenas, los que eligen recordar aunque duela más que olvidar.
Entre ruinas, ciudades que se desmoronan y fragmentos de magia desgarrada, la novela sigue a quienes buscan sentido cuando la memoria se convierte en el mayor peligro, y a quienes descubren que, a veces, el precio de sobrevivir es arder con todo lo que no pudimos perdonar.
Reflexión personal
Quizá por eso, aunque hoy me cueste mirar atrás, sigo agradeciendo haberme atrevido a escribir este libro. Porque incluso en los días más oscuros, crear algo tan grande fue la prueba de que, aunque la mente caiga, todavía queda una chispa.
Y esa chispa —por pequeña que sea— a veces basta para encender una historia, para sostenerse un día más, para recordarse que, pese a todo, aún estamos aquí.
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