Los ecos en la Orilla – Capítulo 1 de mi novela de fantasía lírica y oscura
—T
Capítulo 1 — Los ecos en la Orilla
El alba sobre Gadiria no llegaba con estrépito, sino con la suave cadencia
de las mareas, el reflejo dorado sobre las losas antiguas y la brisa salada que
empapaba el muelle. Aquel día, como tantos antes, Lía se despertó con el rumor
de los tambores y las flautas, ese latido profundo que ascendía desde las
profundidades del puerto y recorría los pasadizos de la ciudad, despertando a
las aves y a los niños dormidos. El aire traía promesas de sal, de pan recién
hecho, de vida que renacía cada mañana al borde del océano.
Gadiria era una ciudad forjada entre la espuma y la roca, donde las casas
blancas se apiñaban sobre la colina como pétalos de un lirio gigante. Los
tejados rojizos brillaban bajo la luz oblicua del amanecer, y entre las
callejuelas, las bugambilias caían en cascadas de púrpura y naranja, cubriendo
portales y ventanas con un exceso de vida. El mar, omnipresente, lamía los
muros y los corazones de quienes lo habitaban. Había quienes decían que, en las
noches de luna llena, se podía oír el canto de las primeras madres, las
exiliadas que fundaron la ciudad cuando el mundo era joven y el olvido aún no
existía.
Aquella mañana, Lía caminó descalza por las baldosas frías, cruzó el patio
interior donde su madre colgaba paños perfumados y su padre, aún medio dormido,
afilaba el cuchillo del pescado del día. Lía era la más joven de su familia y
la más callada, aunque en sus ojos grandes y su andar ligero se adivinaban
melodías aún no compuestas, palabras que no se atrevía a pronunciar. Al pasar,
saludó a la vecina anciana que tejía junto al pozo, al pescador que le ofreció
un higo partido y a los niños que, ya despiertos, corrían en busca de la mejor
vista sobre la procesión.
La ceremonia ancestral tenía lugar siempre el primer día de la estación de
las lluvias, cuando las nubes aún no terminaban de decidir si cubrirían el sol.
Era el momento en que los músicos y los sabios de la ciudad se reunían en el
puerto, bajo el gran arco de piedra, para dar la bienvenida a la nueva marea.
Las barcas, engalanadas con cintas y flores, bailaban suavemente sobre el agua,
y desde los balcones colgaban tapices antiguos que solo se desenrollaban esa
mañana. Nadie en la ciudad, ni siquiera los más viejos, recordaba cuándo había
comenzado aquel ritual. Pero todos sabían que, si alguna vez se olvidaba, algo
esencial se rompería en el corazón de Gadiria.
Lía llegó a la explanada cuando la plaza ya hervía de expectación. Las
mujeres se cubrían los hombros con chales color marfil; los hombres, con
túnicas azules, portaban con solemnidad los instrumentos familiares: tambores
de piel de manta, liras de concha, flautas talladas en hueso de pez. Sobre una
tarima improvisada, los ancianos del consejo se sentaban en círculo, los
rostros arrugados iluminados por la nostalgia y el respeto. Junto a ellos, los
niños elegidos aquel año sostenían faroles encendidos, sus miradas asustadas y
emocionadas al tiempo.
La música comenzó, como siempre, con una nota grave, profunda, casi un
suspiro que parecía brotar del fondo del océano y ascender a la superficie en
busca de aire. Las liras acompañaron, tejieron la melodía de bienvenida; las
voces de los presentes se alzaron, primero tímidas, luego seguras, repitiendo
las palabras que durante generaciones se habían transmitido en secreto, como si
recitaran la contraseña de la vida misma.
Lía se unió al canto, su voz ligera y clara, dejándose llevar por la corriente
de sonidos y memorias. Cerró los ojos y por un momento todo fue perfecto: la
ciudad, la marea, la gente, la canción. Sintió cómo algo vibraba en su pecho,
una memoria más antigua que su propio nombre.
Pero entonces, justo cuando la melodía alcanzaba el punto donde el acorde
debía girar, el aire cambió. Fue tan sutil como el aleteo de una mariposa, pero
todos lo notaron. Un silencio súbito, la pausa que no estaba escrita en ninguna
partitura, pero que se coló entre las voces como una corriente fría. Los
músicos titubearon; uno de los flautistas miró a su compañero con pánico en los
ojos, incapaz de recordar la siguiente nota. Las liras se apagaron, las voces
se disolvieron en murmullos.
Los ancianos buscaron entre sí algún gesto, una señal que devolviera el
ritmo, pero nadie se atrevió a romper el silencio. Los niños miraron sus
faroles, como si la luz también se estuviera extinguiendo.
Lía sintió un escalofrío, una presión en la garganta y el pecho. Era como si
una mano invisible hubiera borrado de golpe la palabra más importante de un
poema, dejando a todos suspendidos en un abismo de incertidumbre.
El rumor creció: susurros incómodos, miradas furtivas, gestos de desconcierto.
Algunos intentaron retomar la canción por su cuenta, pero las frases salían
truncas, desprovistas de sentido, y la melodía ancestral se desvanecía como
agua entre los dedos.
Por primera vez en la vida de Lía, la ceremonia no se completó. El silencio
que siguió fue más profundo que el propio mar. El viento arrastró una última
nota, quebrada, y la ciudad, acostumbrada al consuelo de la música, sintió el
primer temblor de algo oscuro y desconocido.
En ese instante, mientras las campanas del puerto repicaban sin ritmo, Lía
se preguntó —y supo que no era la única— qué sería de Gadiria si, alguna vez,
olvidaban todas sus canciones.
El día después del silencio en la ceremonia amaneció con una niebla espesa,
como si el mar hubiera decidido borrar las líneas que separaban agua y piedra,
cielo y ciudad. El aire tenía un sabor extraño, húmedo y pesado, y las campanas
del puerto sonaban más apagadas, más distantes, como si la propia ciudad dudara
de estar despierta. Lía se levantó tarde, con una sensación de irrealidad aún
pegada a los párpados, y salió a la calle envuelta en una bufanda azul que olía
a leña y salitre.
Cruzó las calles en dirección al barrio de los artesanos, buscando sin
querer la melodía que había quedado incompleta la mañana anterior. Por primera
vez, el murmullo cotidiano de Gadiria le pareció forzado, como si la ciudad
entera hablara en susurros para no despertar algo que acechaba en los rincones.
Lía caminaba rápido, los ojos atentos, el corazón aún descompasado.
Encontró a Arius junto a la fuente de la plaza mayor, rodeado de pergaminos
y tinteros, escuchando pacientemente a un viejo pescador que agitaba los brazos
mientras relataba, entre dientes y bostezos, una historia sobre redes llenas de
peces que desaparecían de los recuerdos apenas llegaban a tierra firme. Arius,
como siempre, escribía solo palabras sueltas, nombres, fechas posibles. Cuando
Lía se acercó, le dedicó una sonrisa cansada y una inclinación de cabeza.
—¿Te ha pasado alguna vez, Lía? —preguntó Arius cuando el pescador se
alejó, resoplando—. ¿Te has despertado convencida de haber soñado algo hermoso
y, en un instante, se ha borrado por completo?
Lía vaciló antes de responder. La noche anterior, su sueño había sido un
océano de notas rotas y palabras desconocidas. Solo recordaba el eco de una
voz, el ritmo de un tambor, y el mismo vacío que sentía desde la ceremonia.
—Creo que a todos nos está pasando últimamente —dijo, bajando la voz—. Mi madre
lloró esta mañana porque no podía recordar la canción de cuna que cantaba a mi
hermano. Y mi padre, cuando fue a la lonja, no supo el nombre del capataz,
aunque le ve todos los días.
Arius asintió, guardando el pergamino y gesticulando para que le
acompañara.
—Hoy quiero caminar contigo —propuso—. Puede que tu mirada sea capaz de
encontrar los hilos invisibles que yo solo intuyo. El puerto guarda más
historias de las que nunca podré escribir, pero sé que algo se está perdiendo y
temo que no volvamos a encontrarlo.
Recorrieron juntos los mercados. El de las especias, donde los olores de
canela y cilantro parecían más tenues, menos decididos que otras mañanas; el de
las telas, donde las tenderas hablaban a media voz y entrecortaban frases como
si sus pensamientos se disolvieran antes de tomar forma.
Lía saludó a una mujer mayor que vendía caracoleante de espuma, una de las
guardianas de las historias antiguas. La mujer le ofreció un caracoleante gris,
y al acercársela al oído, Lía solo oyó un rumor vacío, sin canción marina, sin
eco.
—¿Recuerdas cómo se llamaba tu padre? —le preguntó, de pronto, la anciana,
como si la pregunta no le perteneciera del todo—. Porque el mío, esta mañana,
no recordaba ni siquiera que había tenido un hijo.
El comentario se quedó flotando en el aire, un pequeño escalofrío entre
ambos.
Siguieron adelante. Un marinero joven les contó que dos de sus compañeros
habían olvidado el camino de vuelta a casa la noche anterior y habían vagado
por el muelle hasta el amanecer, incapaces de recordar dónde vivían. Una niña
que jugaba en la esquina repetía el mismo nombre —“Éloi, Éloi”—, pero no sabía
a quién pertenecía.
En el puesto de frutas, un hombre vendía peras con los tallos marchitos y
aseguraba que el barco en el que habían llegado no existía; nadie en el puerto
recordaba haberlo visto atracar.
—A veces creo que la ciudad se está borrando a sí misma —murmuró Arius,
tomando notas rápidas—. Como si el agua y el viento se llevaran primero los
detalles, y luego los recuerdos, y después, tal vez, la historia entera.
Lía sintió un nudo en la garganta. En uno de los callejones del barrio
viejo, divisaron un grupo de muchachos acurrucados alrededor de una hoguera
apagada. Uno de ellos, pálido y tembloroso, murmuraba:
—No sé quién soy… no sé dónde estoy…
Sus amigos intentaban tranquilizarle, pero en sus ojos brillaba el mismo miedo,
la misma sensación de estar al borde de algo irreparable.
En otra taberna, Arius pidió vino y preguntó por “cosas perdidas”. El
tabernero, de manos nudosas y mirada huidiza, negó con la cabeza:
—Hace semanas que nadie olvida nada importante —dijo, y luego, titubeando,
añadió—. Aunque…
No terminó la frase. Se volvió hacia un barril y comenzó a fregar vasos con más
fuerza de la necesaria.
Un cliente interrumpió:
—En el barrio de las Tres Campanas se han visto sombras por la noche —dijo—. No
son ladrones. Caminan despacio, no hablan, y cuando les miras a los ojos, parece
que no hay nadie allí.
Un escalofrío recorrió la barra. Lía preguntó en voz baja:
—¿Y nadie va a buscarles?
El cliente negó con la cabeza.
—¿Buscar qué, muchacha? Si ni siquiera sabemos a quién estamos perdiendo.
Arius salió al callejón, pensativo, y anotó en su libreta:
Olvidados. Gente hueca. Barcos que llegan y no existen. Nombres que se
esfuman. Barrio de las Tres Campanas: sombras, vacíos, ojos sin nadie detrás.
Caminó junto a Lía, y en voz baja compartió su temor:
—Cada vez que alguien me cuenta una historia, tengo la sensación de que falta
una pieza. Que lo esencial está en lo que no se dice, en lo que todos prefieren
no recordar.
El sol se asomó tímido entre la niebla y por un instante, la ciudad pareció
despertar. Una barca pequeña cruzó la dársena y Lía, fijándose en la figura que
la remaba, se dio cuenta de que era el padre de una amiga de la infancia. O eso
creía. No pudo recordar su nombre, ni siquiera el color de su pelo.
Sintió un vértigo leve, como si la bruma se le hubiera metido en la cabeza.
En los muros de una casa, alguien había garabateado con carbón:
No me dejes olvidar.
Arius lo señaló con la punta de la pluma.
—Quizá no podamos impedirlo, Lía —susurró—, pero tal vez podamos recordar lo
suficiente como para salvar algo.
Y entonces, a lo lejos, sonó una campana. Nadie supo decir de dónde venía,
ni para quién llamaba.
La campana, apenas audible entre la bruma, parecía anunciar un cambio de
ciclo más que de hora. Durante un instante, la plaza se llenó de un silencio
expectante, como si la ciudad entera contuviera el aliento. Lía se detuvo junto
a Arius bajo el dintel de un portal, ambos enmudecidos, cada uno atrapado en
sus propios pensamientos.
Pero el hechizo se rompió pronto. El bullicio habitual de Gadiria regresó,
aunque de manera extraña, como si alguien hubiera cambiado la melodía por una
versión discordante. Un grupo de niños irrumpió corriendo en la plaza, trayendo
consigo un aire frío y una algarabía desafinada. Lía y Arius se dejaron llevar
por la corriente de la gente y cruzaron la explanada, buscando cualquier signo
que les ayudara a entender lo que estaba ocurriendo.
—¿Te has fijado en cómo la gente mira el mar? —preguntó Lía, todavía
aturdida por la imagen del hombre en la barca, ese padre que ya no tenía
nombre—. Como si esperaran que algo volviera, o tal vez… como si temieran
perderlo.
Arius la miró de reojo, la pluma ya en la mano, su cuaderno listo para
atrapar lo que el mundo no quería recordar.
—No es sólo el mar —dijo en voz baja—. Es la ciudad entera. Hay calles donde
los tenderos no recuerdan cuándo abrieron sus tiendas, casas donde faltan
cuadros en las paredes y nadie puede decir quién los pintó.
Al llegar al centro de la plaza, la atención de ambos fue capturada por una
extraña escena. Un grupo de niños, vestidos con ropas viejas y desteñidas,
había formado un círculo sobre las losas gastadas. Giraban lentamente, cada uno
absorto en una especie de trance infantil, sus voces repitiendo palabras
sueltas que se perdían en el aire:
—Nieve… madre… río…
—Luz… piedra… canción…
El juego no tenía melodía ni reglas claras; sólo un vaivén monótono y una
secuencia de palabras que no encajaban en ninguna canción conocida.
Uno de los niños, con el cabello lleno de sal y las mejillas tiznadas, se
separó del grupo y empezó a caminar en círculos más pequeños, murmurando en voz
baja:
—Nadie… me… encuentra… nadie… me… llama…
Lía sintió un escalofrío.
—¿Qué están haciendo? —susurró.
—Imitan a los huecos —respondió una mujer mayor que pasaba a su lado,
cargando un cesto de limones—. Es el juego nuevo. Dicen que lo vieron en el
barrio alto, donde la gente no habla ya con nadie.
Arius, intrigado, se adelantó y observó con atención.
Los niños parecían representar, sin comprender, una escena que habían absorbido
de sus mayores: caminaban sin rumbo, se paraban de pronto, se miraban sin verse
y reanudaban el círculo.
Cada tanto, uno se detenía en seco, miraba alrededor como buscando algo, y
luego proseguía, repitiendo palabras incompletas.
Un anciano, sentado a la sombra de una columna y envuelto en una manta
raída, les observaba desde su banco. Tenía los ojos hundidos y la piel curtida
por el sol y la edad. Cuando Lía y Arius se acercaron, él levantó la mirada y
les indicó con la mano que se sentaran cerca.
—Antes no jugaban a esas cosas —dijo con voz ronca—. Antes los niños
cantaban en la plaza, hacían carreras de zancos, recitaban versos a gritos.
Ahora solo repiten lo que ven por las noches.
—¿Por las noches? —preguntó Arius, sacando de nuevo su pluma.
El anciano asintió despacio.
—Hay barrios donde ya nadie canta. Donde si pasas al anochecer, todo es tan
quieto que parece que el aire pesa. Se oyen pasos, pero no sabes de quién. No
deberíais pasear por allí cuando cae la niebla, muchachos. Es fácil perderse… o
encontrar algo que no puede ser encontrado.
Arius tomó nota de cada palabra, como si atar la advertencia al papel le
protegiera de su contenido.
Lía, sin embargo, sintió que el miedo iba creciendo dentro de ella.
—¿Y qué le ocurre a la gente que pasea por esos barrios? —preguntó con la voz
temblorosa.
El anciano bajó la vista a sus manos temblorosas.
—Algunos no vuelven. Otros sí, pero son distintos. Caminan de día como esos
niños, con los ojos perdidos y la cabeza baja. No recuerdan ni su propio
nombre.
Lía tragó saliva, el vértigo regresando.
—¿No deberíamos avisar a alguien? ¿O hacer algo?
Arius dudó, luchando entre el impulso de proteger y el de investigar.
—Quizá deberíamos ir, al menos para ver si los rumores son ciertos. Si hay algo
que podamos entender…
—No —le interrumpió Lía, con súbita firmeza—. No lo entiendes, Arius. Todo
esto está ocurriendo porque nadie se atreve a mirar de frente. Tal vez sea
mejor no saber.
La tensión creció entre ambos: el cronista hambriento de verdad, la joven atada
por el miedo y la intuición de que hay umbrales que, una vez cruzados, no
permiten retorno.
El anciano los miró largamente, y luego se levantó despacio, apoyándose en
su bastón.
—El que busca la raíz del olvido, a veces la encuentra —murmuró, y se perdió
entre la multitud.
Los niños, agotados, se dispersaron poco a poco, dejando la plaza más fría
y silenciosa que antes. Lía y Arius se quedaron un momento mirando el círculo
vacío sobre las losas, sin saber quién había empezado el juego ni por qué nadie
quería ya cantar en Gadiria.
La bruma volvió a descender, y el sonido de la campana regresó, tan
solitario como al principio.
La campana cesó. La plaza quedó vacía salvo por las últimas notas de un
vendedor de higos que recogía su tenderete bajo una lona que crujía con el
viento. Arius guardó su cuaderno con un gesto lento, pensativo. Lía seguía de
pie, los brazos cruzados sobre el pecho, mirando el círculo de piedra que los
niños habían dejado atrás. La sensación de extrañeza no se disipaba. Más bien
se había instalado en la piel, como una película fina que no se puede quitar
con agua ni con razón.
—¿Te han dicho algo más esta mañana? —preguntó Arius, al fin.
—No. Pero he oído a mi padre hablar con un vecino —respondió Lía, aún distraída.
—Decían que esta mañana alguien vio algo brillar entre las rocas del Puerto
Viejo —murmuró Lía—. Pero cuando fueron a cogerlo, ya no estaba. Algunos creen
que era una joya. Otros… que sólo lo soñaron
Arius ladeó la cabeza con interés.
—¿Y por qué alguien hablaría de eso como si fuera importante?
Lía vaciló.
—Porque pertenecía a una mujer que desapareció hace años. O eso dicen. El
problema es que nadie recuerda su nombre.
Ambos guardaron silencio. En cualquier otro barrio, en cualquier otra
ciudad, un objeto perdido no despertaría más que un gesto de resignación o una
historia de taberna. Pero en Gadiria —y más aún ahora— las cosas perdidas
podían ser también cosas olvidadas. Y lo olvidado, últimamente, parecía tener
vida propia.
Caminaron hacia el sur de la ciudad, en dirección al Puerto Viejo,
una de las zonas más antiguas y laberínticas de Gadiria. Aquella parte de la
urbe había sido la primera en construirse, siglos atrás, cuando los exiliados
del norte llegaron por mar y fundaron el primer asentamiento entre rocas y
espuma. Desde entonces, Gadiria se había extendido como una constelación
terrestre, con barrios tan distintos y vastos entre sí que algunos decían que
eran ciudades completas disfrazadas bajo un solo nombre. Por eso, lo que
ocurría en un extremo podía no saberse jamás en otro. Y por eso, quizá, nadie
había hablado de los huecos más allá de sus márgenes.
El Puerto Viejo era distinto a los muelles del norte, donde las barcas
modernas se alineaban con precisión y los mercados olían a salazón y tinta
fresca. Allí, las piedras estaban gastadas, las paredes cubiertas de líquenes,
y las puertas inclinadas como si no recordaran ya su propósito. A esa hora, la
niebla era más espesa, y el aire tenía un aroma dulce y agrio, mezcla de peces,
algas y recuerdos húmedos.
—Nadie quiere venir por aquí —comentó Arius, mirando las ventanas vacías de
las casas, algunas tapiadas, otras entreabiertas como bocas que ya no
hablaban—. Y sin embargo, está lleno de historias.
—Quizá porque las historias no se van. Se quedan pegadas a los muros —dijo
Lía—. Aunque olvidemos las palabras, los lugares las recuerdan.
Doblaron un callejón estrecho, donde la bruma parecía más densa. El eco de
sus pasos les devolvía un ritmo inusual, como si otra pareja invisible caminara
unos pasos detrás. Al fondo, tras una hilera de redes secándose al sol, el mar
reapareció como una superficie quieta y metálica.
Allí, junto a un banco de piedra cubierto de conchas y restos de sal,
vieron la figura.
Estaba de pie, mirando al mar. Inmóvil. Ni siquiera parecía respirar.
Era un hombre —o lo había sido. La piel colgaba de sus pómulos como papel
húmedo. Los ojos estaban abiertos, pero vacíos, sin rastro de reconocimiento ni
dirección. Los brazos colgaban a los lados, la ropa era harapos pegados al
cuerpo, húmedos de niebla y abandono. Movía los labios, pero no emitía sonido.
Sólo un leve murmullo, casi imperceptible, como una canción olvidada que
alguien intenta recordar desde la garganta del sueño.
Lía se detuvo en seco, sintiendo que el aire se volvía más denso, como si
el mundo no quisiera que respiraran.
Arius levantó el cuaderno, pero sus manos temblaban.
—¿Es… uno de ellos? —preguntó en voz baja.
—Sí —susurró Lía, sin apartar los ojos de la figura—. Un hueco.
El hueco murmuraba:
—Mar… fuego… no… casa…
—Padre… no… nombre… madre…
No los miraba. No parecía consciente de su presencia. Pero tampoco era una
estatua. Había algo vivo en él, algo que se resistía a morir del todo. Una
chispa ínfima de lo que fue, atrapada bajo capas y capas de niebla mental.
Lía dio un paso al frente, impulsada por una compasión que no sabía que
tenía.
—¿Y si… recuerda? ¿Y si algo de él todavía está ahí?
Arius le sujetó el brazo, firme.
—No te acerques. Si te toca… si habla contigo… no sabemos qué puede pasar.
Lía dudó. El hueco no se movía. Sólo murmuraba. Parecía frágil, como una
figura de sal a punto de deshacerse.
—¿Crees que antes fue alguien que amaba? —preguntó, sin apartar la mirada.
—Todos lo fueron.
Un sonido les interrumpió. Algo golpeó ligeramente una roca cercana. Ambos
se giraron. Junto a la orilla, entre algas y conchas rotas, algo brillaba
débilmente: un colgante de plata, ennegrecido por la humedad. Lía se agachó con
cuidado, lo recogió entre los dedos y sintió, de inmediato, un calor extraño en
la palma. El colgante tenía una forma de lágrima abierta, y en su interior
estaban grabadas unas runas que no supo descifrar, pero que le resultaban
dolorosamente familiares.
Arius lo observó con atención.
—¿Lo reconoces?
—Creo que sí. O… creo que soñé con él una vez. O lo vi en una canción. No
lo sé.
En ese momento, el hueco dejó de murmurar. Bajó los párpados lentamente,
como si el hallazgo del objeto hubiera cerrado un ciclo invisible. Y luego se
sentó en el banco, doblándose sobre sí mismo, como si la bruma lo tragara de
nuevo.
Ninguno se atrevió a moverse durante varios minutos.
Cuando al fin se marcharon, llevándose el colgante envuelto en un pañuelo, el
sol se colaba apenas entre las nubes, tiñendo el mar de gris.
—Esto es sólo el principio —dijo Arius en voz baja.
Lía no respondió. Porque en su interior, algo también había empezado a
borrarse.
El cielo se resquebrajó de pronto, como si el propio aire hubiera decidido
romperse en dos. Un trueno seco retumbó sobre los tejados de Gadiria, haciendo
vibrar las barandillas oxidadas del puerto viejo y asustando a las albrías
marinas, que alzaron el vuelo en desorden, sus alas membranosas brillando como
vidrio mojado en la bruma. Lía las vio cruzar el cielo como si huyeran de algo
más que el trueno, dejando tras ellas ese canto agudo y limpio —tan distinto al
graznido— que siempre le recordaba al roce de copas antiguas. derramó de golpe,
empapando las losas, las redes colgadas, los muros dormidos.
Lía y Arius corrieron sin hablar, con la prisa torpe de quien escapa no
solo del agua, sino de algo más vasto y denso que parecía perseguirles desde
que encontraron al hueco. El colgante —envuelto en un pañuelo húmedo dentro del
zurrón de Lía— parecía más pesado a cada paso. Como si llevara dentro un
secreto que ya empezaba a despertar.
Encontraron refugio en una casa abandonada, una estructura baja y arqueada,
con las persianas desgastadas, la puerta descolgada y un patio interior
cubierto de hojas secas. Arius empujó la puerta con el hombro y entraron,
sacudiéndose la lluvia de los hombros, la respiración entrecortada, el silencio
palpitando entre ellos.
—¿Crees que nos ha seguido? —preguntó Lía, sin decir a quién se refería.
Arius no respondió de inmediato. Cerró la puerta a medias, como si eso
bastara para mantener a raya lo invisible.
—No lo sé. Pero hay algo que se ha desatado. Lo noto en el aire. En el modo
en que la ciudad escucha.
Lía se abrazó a sí misma. El lugar olía a madera mojada y aceite viejo.
Había una chimenea de piedra, un banco bajo una ventana enmohecida, estantes
con vasijas agrietadas. Sobre una mesa de hierro forjado reposaban fragmentos
de lo que alguna vez fueron cartas, instrumentos, monedas sin nombre. Una casa
como tantas en Gadiria, olvidada en uno de sus barrios más antiguos. Y sin
embargo, todo en ella parecía contener una espera larga y silenciosa.
—Ayúdame a mirar —dijo Arius, encendiendo una pequeña lámpara de aceite que
guardaba en su mochila—. Si alguien dejó algo, quizá lo hizo sin querer ser
encontrado. O todo lo contrario.
Revisaron los cajones, los estantes polvorientos, los marcos rotos. En el
suelo, bajo un armario caído, Lía descubrió una caja de madera trabajada,
cerrada con una cuerda que ya no oponía resistencia. La abrió con cuidado.
Dentro, envuelta en una tela amarillenta por la humedad, yacía una carta.
La tinta estaba corrida en algunos tramos, pero aún se leían las líneas
principales. La firma, sin embargo, era lo que más llamó la atención: un
símbolo grabado con una precisión inusual, compuesto por un círculo incompleto
atravesado por tres líneas curvas, como si representaran olas, viento y raíz a
la vez.
Lía lo reconoció al instante.
—Este símbolo… yo lo he visto antes. En los cuentos de los exiliados. Se
decía que lo usaban para marcar lo que no debía olvidarse.
—Y también —añadió Arius, tomando la carta entre sus manos— para sellar aquello
que debía ser ocultado para siempre.
Durante unos minutos, ninguno habló. La lámpara proyectaba sus sombras
sobre los muros despintados, y fuera, la lluvia seguía golpeando con
insistencia, como si también quisiera entrar.
Arius leyó la carta en voz baja, traduciendo entre frases lo que podía
entender. La letra era antigua, trazada con una caligrafía de otro siglo.
—Dice algo sobre “la guardiana del eco”. Que la joya debe permanecer donde
la memoria aún canta. Que si vuelve a despertar, el mar recordará lo que se le
obligó a callar.
Se detuvo, mirando el símbolo otra vez.
—Esto no es simple superstición, Lía. Esto es un eco de algo real. Alguien
escribió esto para advertirnos.
Lía desató el pañuelo y sacó el colgante. A pesar de estar cubierto de sal,
brillaba con una luz opaca, como si respirara. Cuando lo colocó sobre la mesa,
las líneas del símbolo en la carta parecieron alinearse de forma exacta con el
contorno del colgante. Como si hubieran sido diseñados para coexistir.
—No es posible —murmuró ella—. Esto no puede ser casual.
—Nada en esta ciudad lo es —replicó Arius—. Gadiria está hecha de capas y
de canciones. Y cada vez que olvidamos una, otra se rompe por dentro.
Lía lo miró con preocupación.
—¿Y si no estamos preparados para recordar? ¿Y si el olvido es una defensa? Tal
vez hay cosas que no deberíamos desenterrar.
—¿Prefieres eso? ¿Que acabemos como ese hombre del banco, sin nombre ni
voz, repitiendo palabras al viento?
El tono de Arius no era agresivo, pero la tensión estaba ahí, sostenida por
años de preguntas sin respuestas.
Lía bajó la mirada al colgante. El símbolo parecía latir suavemente. Un calor
leve le subía por los dedos, pero no era molesto. Era… familiar.
—Siento como si me conociera —dijo—. Como si supiera que soy yo la que lo
ha encontrado.
Arius se inclinó sobre la mesa, sus ojos brillando en la penumbra.
—¿Y si lo eres?
—¿Qué quieres decir?
—¿Y si tú formas parte de esto desde antes de nacer? ¿Y si este símbolo te
estaba buscando?
Lía retrocedió un paso.
—No digas eso.
—¿Por qué no? ¿Qué otra explicación tiene todo esto? Las canciones
perdidas, los huecos, las leyendas… ¿Crees que son sólo coincidencias?
—No lo sé. Pero si es cierto… si es cierto, entonces algo muy antiguo está
despertando. Y nosotros lo hemos tocado.
Un trueno estalló sobre sus cabezas. La lámpara parpadeó. El colgante vibró
imperceptiblemente.
Por un momento, el silencio fue total. El tipo de silencio que sucede
cuando el mundo escucha.
Lía volvió a envolver la joya.
—Mañana —dijo—. Iremos a la biblioteca. A la sección vieja. Tal vez encontremos
algo más sobre este símbolo.
Arius asintió.
—Y preguntaremos por la “guardiana del eco”. Alguien tiene que saber quién era.
Fuera, la lluvia comenzaba a amainar. Pero dentro, la bruma apenas empezaba
a formarse.
La lluvia había cesado al amanecer, pero el cielo seguía gris, como si el
día no terminara de decidir si quería nacer. Gadiria despertaba envuelta en una
bruma persistente, más densa que la de otros días, como si la humedad colgara
no solo en el aire, sino en la memoria de la ciudad. Todo parecía amortiguado.
Los sonidos llegaban tarde. Los colores eran pálidos. Incluso los aromas de pan
y sal, que solían marcar el ritmo de la mañana, se sentían apagados.
Lía despertó sobresaltada, tarde. El sueño había sido extraño, profundo,
difícil de recordar. Solo le quedaba la sensación de una melodía incompleta,
como una canción vieja tarareada por una voz que no era la suya. Algo sobre un
cristal que guardaba el nombre de los muertos. Algo sobre una puerta sin
cerradura. Se incorporó lentamente, con la ropa pegada al cuerpo por el calor
residual del sueño.
El cuarto estaba vacío. El patio, también.
—¿Mamá? —llamó, asomándose a la cocina—. ¿Papá?
Nada. Ni su madre, ni su padre, ni sus hermanos pequeños.
El desayuno no estaba preparado. Las sillas seguían alineadas, intactas,
como si nadie las hubiera tocado desde la noche anterior. Una sensación de
desconcierto se apoderó de Lía. Era como si el tiempo se hubiera resquebrajado.
Como si la rutina, ese hilo invisible que unía los días, hubiera sido cortada
durante la noche.
Se vistió deprisa, se colgó la bolsa al hombro —con el colgante aún
envuelto en su interior— y salió a la calle. En el camino hacia la biblioteca
notó que algo era distinto. Más de una persiana seguía cerrada. Los tenderos
murmuraban en vez de saludar. Las campanas no habían sonado a su hora.
Cuando llegó al edificio de piedra vieja que albergaba la biblioteca de
Gadiria, encontró a Arius esperándola en los escalones, con el ceño fruncido y
los labios apretados.
—¿Estás bien? —preguntó él—. Te esperé más de una hora.
—Mis padres no estaban en casa. Mis hermanos tampoco. Nadie me dijo nada.
Arius no insistió. La urgencia les empujaba hacia dentro. La biblioteca,
con sus altos vitrales y sus pasillos en penumbra, parecía estar fuera del
tiempo. En la sección más antigua, entre estanterías de madera carcomida y
manuscritos encuadernados con cuero agrietado, comenzaron a buscar.
Pasaron horas sumergidos en palabras ajenas, arrastrados por manuscritos
polvorientos y márgenes cubiertos de tinta seca. La sala vieja de la biblioteca
de Gadiria no era solo un archivo, sino un cementerio de verdades casi
extintas: tratados de magia oral, glosarios de símbolos arcanos, recopilaciones
de cantos desaparecidos. Las paredes, cubiertas de estanterías, parecían
curvarse hacia dentro, como si quisieran proteger del olvido los ecos que aún
resistían dentro de sus páginas.
Lía había recorrido esas galerías en su infancia, siguiendo a su padre
cuando llevaba libros a reparar. Pero ahora las estanterías le parecían más
altas, las sombras más densas, y el silencio más profundo que nunca. Se movía
entre los volúmenes con reverencia, como si cada uno pudiera contener un hilo
de memoria que no debía romperse.
Arius trabajaba con precisión metódica, seleccionando documentos sin
fechas, copiando símbolos, murmurando para sí como un sacerdote decodificando
un rezo ancestral. Lía le observaba entre lecturas, notando cómo su expresión
cambiaba de escepticismo a inquietud, y de inquietud a un brillo nuevo, algo
parecido a la esperanza.
—Todo está roto —dijo él en voz baja, pasando una página más—. Las leyendas
están incompletas. Las genealogías saltan nombres enteros. Incluso las
descripciones de regiones han sido reemplazadas por eufemismos: “más allá de
las sierras”, “allí donde no se canta”, “el lado sellado”.
—¿Y si no es solo descuido? —preguntó Lía—. ¿Y si alguien quiso que no
pudiéramos leer el pasado?
—¿El Señor del Olvido? —aventuró Arius, y lo dijo con más seriedad de la
que esperaba.
Fue entonces cuando encontró el cuaderno. No tenía autor ni título. Solo
una cubierta de piel agrietada y marcas de humedad. Las primeras páginas
estaban llenas de frases desconectadas, comentarios al margen, preguntas sin
respuesta. Pero al avanzar unas hojas, una línea subrayada con fuerza le
detuvo.
“…y cuando el exilio fue definitivo, sellaron la memoria en el cristal de
Veyra, al norte del continente. Quien lo mire con nombre verdadero, recordará
todo lo que fue olvidado.”
Arius leyó en voz alta, despacio. Las palabras parecían más pesadas que el
papel. Cuando terminó, Lía se acercó en silencio y se sentó junto a él.
—Veyra… nunca había oído ese nombre.
—Yo tampoco —dijo Arius—. Pero el texto lo da por hecho. Como si fuera común.
Como si alguna vez todos supieran qué o dónde era.
Lía, sin pensarlo demasiado, sacó el colgante de su bolso. Lo colocó sobre
la página abierta, con una mezcla de reverencia y prueba. La plata ennegrecida
parecía responder al gesto. Las líneas del amuleto —el círculo abierto, las
curvas que se entrecruzaban— coincidían casi exactamente con un diagrama
marginal en la misma página.
Era como una clave que había estado esperando su cerradura.
—Aquí está —susurró Arius—. El símbolo del cristal. Es el mismo.
Lía se inclinó sobre el libro.
—Y si lo que dice es cierto… si ese cristal guarda la memoria… ¿podría…?
No se atrevió a terminar la frase. Pero ambos sabían lo que quería decir.
¿Podría devolver a su padre lo que había perdido? ¿A su madre, lo que el hueco
le había arrebatado? ¿A Gadiria, su voz?
—El norte —dijo Arius, y esta vez no fue un pensamiento lanzado al aire,
sino una declaración.
—Allí está la raíz. Si queremos entender esto, debemos partir.
Lía lo repitió en voz baja.
—Quizá ahí estén también las respuestas para detener lo que está ocurriendo
aquí.
Por primera vez desde que la ceremonia ancestral se quebró, algo se parecía
a una dirección. A un propósito. Y también a una advertencia.
Cerraron el libro con cuidado. Lía guardó el colgante, temblándole apenas
las manos. Salieron de la sala silenciosa, con la sensación de estar cargando
un secreto que el mundo había querido enterrar.
Al empujar la puerta de salida, el cambio en el aire fue inmediato.
Un murmullo creciente los envolvió, como si la ciudad hablara en una sola
voz sin decir palabra alguna. Gente bajaba desde los callejones superiores, en
grupos, algunos caminando con prisa, otros simplemente dejándose llevar por el
flujo. Había algo en sus rostros: una mezcla de alarma y estupor, como si
supieran que algo estaba mal, pero no supieran ponerle nombre.
—¿Qué ocurre? —preguntó Lía, parando a una mujer que bajaba con su hijo de
la mano.
—En la plaza —dijo, sin detenerse—. Están… allí. Parados.
—¿Quiénes?
Pero la mujer ya no escuchaba. Solo seguía caminando.
Arius y Lía se miraron. El impulso fue inmediato. Se lanzaron tras la
corriente, atravesando callejones, pasajes, escaleras empedradas. Las piedras
resbalaban bajo sus pies, aún húmedas por la lluvia. El aire era más espeso que
nunca. A medida que se acercaban a la plaza principal, los murmullos se volvían
suspiros, y luego silencio.
Y entonces lo vieron.
Desde el borde de la calle elevada donde terminaba la escalinata, la plaza
se abría como un cráter de piedra, y en su centro, cinco figuras se sostenían
de pie. Quietas. En círculo.
Huecos.
No uno. No dos. Cinco.
La multitud los rodeaba a distancia, como un anillo de testigos incapaces
de intervenir. Nadie hablaba. Nadie se atrevía a moverse. La escena tenía algo
de ritual, de ruina. Los huecos no hacían nada. Solo estaban ahí. Mirándose
entre sí. Como si recordaran haberse olvidado.
Y entonces —como si una campana invisible marcara el momento exacto—, los
cinco hablaron al unísono.
Una sola palabra.
Dicha con una voz que parecía surgir del fondo de la tierra:
—Consumir.
Y la historia cambió para siempre.
La palabra no fue gritada, ni cantada, ni siquiera dicha con intención. Fue
más bien exhalada, como si hubiera dormido siglos dentro de aquellos
cuerpos huecos y ahora, al fin, escapara por una grieta. La pronunciaron los
cinco al mismo tiempo, sus voces sin color, sin acento, sin alma.
Y entonces comenzó.
No hubo un grito inicial, ni una señal clara de ataque. Solo un paso.
Uno de los huecos —el que llevaba una túnica de mercader, ahora sucia y raída—
levantó el pie y dio un paso hacia adelante.
Y luego otro.
Y luego los demás.
La gente no reaccionó al principio. La lentitud de las figuras era
engañosa, como si fueran parte de una pantomima ritual. Hasta que una mujer se
acercó. Solo quería ver mejor. Dio dos pasos. Estaba a apenas un metro de uno
de ellos. Alguien la llamó, pero ella no escuchó.
El hueco giró la cabeza con lentitud. La miró. O eso pareció.
Le rozó la mejilla con los dedos. Nada más.
Un contacto apenas.
La mujer se detuvo. Abrió los labios. Cayó de rodillas.
Sus ojos seguían abiertos, pero su mirada era de cristal.
No gritó. No pidió ayuda.
Se inclinó hacia adelante, con los brazos colgando como cuerdas flojas.
Y se quedó así. Respirando, pero vacía.
Como si, en ese breve roce, hubiera olvidado cómo ser.
—¡Atrás! —gritó un hombre desde el otro lado de la plaza. Pero era tarde.
La multitud, hasta entonces inmóvil, se quebró como una rama seca. Gritos.
Carreras. Choques. Niños que lloraban, ancianos que tropezaban. La escena se
deshacía a la velocidad de una pesadilla.
—¡Lía! —gritó Arius—. ¡Tus hermanos!
Lía no le escuchaba. Estaba girando sobre sí misma, buscando un rostro
entre la marea humana.
—¡Mamá! ¡Papá! ¡Gael! ¡Rina!
Los huecos se movían entre la multitud como manchas de niebla. No
golpeaban, no corrían. Solo tocaban. A veces con la palma. A veces con
los dedos. Y eso bastaba.
Cada víctima tocada caía en una quietud absoluta, como si alguien apagara una
vela desde dentro.
Y lo más terrible era que no parecían muertos.
Parecían borrados.
Lía vio a su madre. Estaba cerca del centro, sujetando a un niño que no era
suyo. Le gritó, pero la mujer no respondió. Un hueco pasó junto a ella y la
tocó en el hombro.
Lía no alcanzó a ver más.
—¡NO! —gritó, corriendo. Pero antes de que pudiera avanzar, una mano enorme
le sujetó del brazo.
—¡No! —rugió Arius, que también se lanzaba hacia adelante.
No fue Arius quien la detuvo.
Fue él.
El hombre de barba negra y ojos tristes. El que había aparecido en la plaza
cuando nadie más lo hizo.
El que parecía no pertenecer a la escena, y sin embargo encajaba en ella como
si fuera su centro.
—¡No puedes ir! —dijo él con voz ronca—. ¡La perderás tú también!
Lía forcejeó.
—¡Es mi madre! ¡Tengo que…!
—Tus hermanos. Están allí. ¡Allí!
Se giró, desesperada.
En un rincón de la plaza, junto a una columna caída, vio a Gael, su hermano
mayor, sujetando a Rina. Ambos temblaban. Un hueco avanzaba hacia ellos. Lento.
Silencioso.
La elección fue un puñal.
Y la hizo.
Corrió hacia ellos. Arius la siguió. El extraño —Kael, aunque aún no lo
sabían— se interpuso entre el hueco y los niños.
Iba armado con una lanza corta de hierro, de esas que usaban los cazadores de
los muelles. Con un movimiento preciso, empujó al hueco con la parte roma. No
le mató. No podía. Pero lo desvió. Bastó.
—¡Corred! —gritó—. ¡Ahora!
Lía alcanzó a sus hermanos. Los abrazó sin decir palabra. Rina lloraba.
Gael tenía los labios blancos, los ojos fijos en el vacío.
Arius los rodeó y les guio por un pasaje trasero. Corrieron sin mirar
atrás. Gritos a lo lejos. Más cuerpos cayendo. Más memoria borrada.
Gadiria ardía, no en llamas, sino en olvido.
Tardaron en detenerse. Una vez a salvo, en un barrio más alto, Lía cayó de
rodillas.
—Mi madre…
Arius no supo qué decir. Kael, que los había seguido, se mantuvo de pie,
jadeando.
—¿Tu padre? —preguntó Arius.
Lía alzó la vista.
—Estaba allí. Pero no era él. Me miró, pero no me vio. Tenía los ojos…
Se rompió.
Lloró en silencio, abrazando a sus hermanos.
Arius la sujetó por los hombros, con suavidad.
Kael se acercó por fin.
—He visto esto antes —dijo—. En Granathir. Mi pueblo. Nos ocurrió igual.
Pensamos que era un castigo. Una maldición. Pero no. Es una desmemoria.
Una grieta que se expande. Los huecos no mueren. Se multiplican. Donde borran,
nacen más.
—¿Quién eres? —preguntó Arius.
—Kael. De Granathir. Fui soldado. Fui traidor. Ahora sólo busco salvar lo
que no puede salvarse solo.
—¿Y por qué ayudaste?
Kael bajó la mirada.
—Porque ella gritó como gritó mi hermana. Y no supe salvarla entonces.
Lía se levantó, limpiándose el rostro con la manga.
—¿Tú también vas al norte?
Kael asintió.
—He oído las historias. Del cristal. De Veyra. Del lugar donde todo fue
sellado. No sé si existe. Pero ya no tengo dónde volver.
Arius se volvió hacia Lía.
—Tenemos que ir. Tú lo sabes. No queda otra.
Lía miró a sus hermanos. Luego a la ciudad, que aún parecía gemir a lo
lejos.
—No quiero venganza —dijo, muy despacio—. Quiero memoria. Quiero que mis
padres existan de nuevo. Que sus nombres no se borren.
Kael les tendió la mano.
—Entonces, vayamos a recordarlos.
Y así comenzó el viaje.
Comentarios
Publicar un comentario