El Reino de los Desechados — Capítulo 1 — Nacimiento en la Grieta

 No hubo luz en el comienzo, solo la presión de la roca y el rumor de lo que bulle bajo la piel del mundo. El infierno no nace entre fuegos eternos, sino en la negrura más profunda, allí donde los dioses olvidaron mirar y el dolor adquiere forma. Y allí, en la grieta más honda y perdida, algo despierta.

Al principio, solo hay sensación. Un estremecimiento de carne sobre carne, como si el propio abismo sudara sueños rotos y se los pegara a la piel. No hay cuerpo todavía, solo conciencia de ser arrastrado, arremolinado, modelado por fuerzas demasiado antiguas para tener nombre.

Seimel–todavía sin nombre, solo un fulgor débil atrapado en el lodo– siente primero el frío. Es un frío sin memoria, sin consuelo, el frío de los espacios vacíos que preceden a la creación. Después llega el peso, la densidad de la roca presionando contra su no-cuerpo, y, finalmente, la humedad de una sangre que no es sangre, sino lava oscura que palpita en venas secretas.

Escucha antes de ver. El mundo comienza como un eco, lejano, arrastrado por túneles donde la piedra grita en lenguas muertas. Palabras que atraviesan la médula de lo nuevo, susurros de bestias y de cosas que se alimentan de sueños ajenos.

Siente entonces el primer espasmo, la primera rotura: la corteza del infierno se abre con un quejido y una mano, monstruosa y temblorosa, se asoma a la grieta. No es suya, sino de una de las parteras del abismo, esas criaturas de huesos negros y ojos hundidos que sólo existen para traer al mundo lo que nunca debería haber nacido.

Ellas le arrancan de la piedra con la violencia de una tormenta de cuchillas. No hay ternura, ni palabras dulces; solo el chirrido de huesos y el hedor de la ceniza. La criatura cae al barro, su forma todavía maleable, indefinida, un amasijo de extremidades que no encuentran su lugar. El dolor es la primera lección: existir es doler.

Las parteras cuchichean, dan vueltas a su alrededor. Una hunde un dedo largo en su pecho, buscando un pulso, una chispa. Otra le huele el aliento, aspirando el vapor de sus sueños. No hablan con palabras, sino con gruñidos y chasquidos que llenan la estancia de tensión eléctrica. Algo no está bien.

—Demasiado tibio —masculla la mayor, una anciana de piel como carbón resquebrajado—. Demasiado… suave.

Seimel intenta gritar, pero de su boca solo sale una baba viscosa, un río de ecos que ni siquiera él entiende. Tiene recuerdos, o quizá son fragmentos de memoria ajena, chispazos de imágenes: un río iluminado por lunas, una voz que canta en la distancia, el roce de la hierba bajo unos pies que no son los suyos. Pero aquí solo hay piedra, ceniza y carne dolorida.

—No es de los nuestros —gruñe la más joven, alzando la cabeza como si olfateara peligro—. No del todo.

Las parteras lo examinan con más recelo. Hablan de la semilla, de la grieta, de las profecías que prometen la ruina o la salvación según quién las escuche. Hablan de la última vez que algo nació así, y cómo ardieron siete reinos hasta que se hundieron en el silencio. Una de ellas saca un cuchillo hecho de hueso y empieza a tallar símbolos en el aire. No lo toca, pero Seimel siente el filo en el alma.

A lo lejos, más allá del muro de roca, el infierno respira. Hay un zumbido, como de millares de insectos hambrientos. Algo espera, acecha, desea. Las parteras no lo ven, pero él sí: formas deformes pegadas a la piedra, ojos brillando en la oscuridad, ansiosos por devorar al recién nacido.

Pero él no quiere morir. No aún. Aunque no entienda por qué, algo arde en su centro, una resistencia sorda y sin nombre. Se arrastra por el barro, intenta apartarse de las parteras, busca la grieta por la que vino, como si pudiera volver atrás y no haber nacido. Pero el infierno no perdona, y la vida, una vez invocada, no retrocede.

Las parteras se cansan de esperar. Una le arranca la máscara de piel que cubre su cara, otra le clava una garra en el corazón, buscando el núcleo. Hay decepción en sus gestos, asco en sus bocas torcidas.

—No servirá —sentencia la mayor, con voz de trueno apagado—. No sobrevivirá la noche.

Entonces, lo dejan allí, a la intemperie del abismo, esperando que lo devoren las bestias menores, o que la fiebre lo consuma. Pero mientras la oscuridad lo envuelve, Seimel escucha, por primera vez, una voz en su interior. No es la de las parteras, ni la de los demonios que acechan, sino una voz suave, desconocida, como el eco de un recuerdo prohibido:

—Recuerda, aunque nadie lo haga. Resiste, aunque duela. No eres sólo carne del infierno.

Y esa chispa, ese secreto, lo mantiene despierto mientras, alrededor, el mundo se estremece con la promesa de la ruina.

 

El tiempo es un animal herido en el infierno. Pasa lento y salvaje, doblándose sobre sí mismo, lamiendo las heridas de los recién nacidos y dejando marcas que jamás se borran. Seimel permanece en el barro, tiritando, mientras su cuerpo va tomando forma: huesos largos y flexibles, piel grisácea atravesada de venas oscuras, ojos como lunas apagadas. El dolor le acompaña, pero hay un tipo de curiosidad callada en él, una necesidad de mirar, de comprender.

El entorno es un útero de pesadilla: las paredes rezuman una savia negruzca, y de vez en cuando algo se arrastra por las hendiduras, dejando tras de sí un rastro de escarcha y ceniza. Hay raíces que no deberían estar ahí, colgando del techo como dedos sedientos; criaturas diminutas, casi transparentes, reptan sobre el barro, mordiendo cualquier cosa que se mueva. El aire huele a cobre y a promesas rotas.

Una de esas criaturas —una especie de larva con ojos diminutos y dientes translúcidos— se acerca a él. Seimel la observa, con una mezcla de miedo y fascinación. La larva se detiene, olfatea el aire, y parece reconocer algo en su interior. Durante un instante, sus ojos se encuentran. El demonio recién nacido ve su reflejo en la superficie húmeda de la criatura: no es un monstruo, ni un ángel, solo una posibilidad quebradiza.

La larva extiende un tentáculo, rozando su piel. Siente un latido, un pequeño pulso de energía, como si ambos compartieran un secreto ancestral. Pero el momento se rompe cuando una sombra se desliza por el muro, un alarido ahogado recorre la grieta, y la larva se aleja, deslizándose por el barro con movimientos espasmódicos.

Solo otra vez, Seimel vuelve la vista hacia el techo. Las raíces susurran, palabras sin sentido que se clavan en su memoria. Recuerda el sonido del agua en otro mundo, el tacto de la hierba en unos pies que no son suyos, y una canción que nadie le enseñó.

El hambre llega. No es el hambre de la carne, sino un vacío más profundo, un ansia de sentido, de pertenencia. Siente que le falta algo —nombre, propósito, compañía—, pero no sabe cómo llenarlo.

Se arrastra hasta una charca de lodo y mira su reflejo. La superficie vibra, deforma su rostro, lo multiplica. Ve rostros superpuestos: unos monstruosos, otros casi humanos, otros tan antiguos que se pierden en la bruma de la memoria infernal. ¿Cuál de ellos es él?

De pronto, la grieta vibra con una resonancia distinta. Un temblor recorre las paredes, haciendo caer fragmentos de roca y ceniza. Seimel se acurruca, esperando el golpe, pero lo que llega es un murmullo: voces lejanas, carcajadas, el sonido de un festín en otro reino. A lo lejos, el rumor de tambores y gritos, ecos de un mundo que está siempre en guerra consigo mismo.

Cierra los ojos, intentando ignorar el dolor. Deja que la voz interior regrese, que lo arrulle como un canto fúnebre. “No eres sólo carne del infierno”. Se repite la frase, la hace suya, la graba en cada hueso, en cada músculo que brota de su cuerpo aún inacabado.

Entonces, una luz imposible se cuela por una rendija de la roca: no es fuego, ni relámpago, sino el tenue resplandor de algo que no pertenece allí. La luz le acaricia la piel y, por un instante, el frío y el dolor desaparecen. En esa luz, Seimel ve una promesa: de libertad, de elección, de que su historia —aún en el infierno— puede ser suya.

Pero el infierno nunca olvida. A su alrededor, los murmullos crecen, el aire se espesa, las bestias acechan. Las parteras han desaparecido, pero su sentencia flota en la atmósfera: No sobrevivirá la noche.

El protagonista, tembloroso y solo, se pone en pie por primera vez. Sus piernas fallan, pero el impulso es más fuerte que el miedo. Da un paso, luego otro, avanzando hacia el borde de la grieta. Sabe que afuera lo esperan el caos, la crueldad y el hambre, pero también sabe —de algún modo inexplicable— que esa grieta no es sólo el lugar de su nacimiento, sino la primera frontera que debe cruzar.

El infierno, vasto e indiferente, le observa. Hay mil caminos posibles, y ninguno lleva a la salvación. Pero el recién nacido avanza, llevando consigo la chispa secreta que las parteras no supieron ver: la capacidad de recordar, de resistir, y de romper —quizá— el ciclo eterno de los desechados.

Y así comienza su historia, en el barro y la oscuridad, con la promesa de la ruina brillando como una estrella muerta sobre su frente.

 

La oscuridad respira con él. Cada latido arrastra ecos, voces fragmentadas que se estrellan contra las paredes del abismo. El barro frío le cubre la piel y, por primera vez, toma conciencia de su cuerpo: huesos nuevos, músculos tensos y una carne que apenas es suya. Siente el pulso del infierno bajo la tierra, un temblor antiguo, como si el mundo entero fuera una bestia dormida y él no fuera más que una herida abierta sobre su costado.

Avanza a gatas, despacio, tanteando el suelo blando, notando cómo la humedad se le cuela bajo las uñas, entre las costillas. Sus movimientos son torpes, vacilantes; cada gesto duele, cada avance es una batalla contra el propio peso. El barro huele a óxido, a azufre y a desesperanza.

No sabe cuánto tiempo pasa. El infierno no mide el tiempo en horas ni en días, sino en ciclos de dolor y pequeños descubrimientos: una costra de sangre sobre la piel, el crujido de una articulación recién formada, el sabor agrio de la saliva en la boca. A veces, la oscuridad parece crecer, y el frío cala tan hondo que siente cómo las ideas se congelan, se agrietan por dentro.

Cierra los ojos, intentando recordar algo, cualquier cosa que no sea dolor. Ve luces, fragmentos, imágenes distorsionadas por una niebla interior: una silueta bailando bajo un cielo estrellado, la risa de un niño, el sonido de un río. Son visiones que se evaporan en cuanto intenta aferrarlas. Se pregunta si esas imágenes le pertenecen, o si el infierno le ha dado la memoria rota de algún condenado.

El hambre lo despierta. No es hambre de carne, sino una sed más profunda, una ansiedad insaciable que le araña el pecho y la garganta. No sabe lo que necesita, solo que le falta. El vacío se vuelve insoportable y, de pronto, lanza un gemido ronco, animal, que rebota en las paredes y parece regresar multiplicado. Se estremece. La grieta responde, devolviéndole un eco que no es exactamente el suyo.

No está solo. Hay algo más moviéndose en la oscuridad: un sonido sutil, el roce de escamas o de zarpas sobre la piedra. Seimel se queda quieto, conteniendo la respiración. Los ojos se le acostumbran poco a poco a la penumbra y, en la distancia, distingue una silueta. Es una criatura pequeña, de lomo alargado y ojos que arden como brasas en el barro.

La bestia se detiene a unos pasos. Huele el aire, ladea la cabeza, saca una lengua bífida para saborear la humedad. Seimel siente un escalofrío. Intuye que ese ser está hambriento, que lo observa como a una presa fácil, pero también percibe, en el fondo de sus ojos, una chispa de reconocimiento, como si ambos compartieran una misma condena.

No se mueve. La bestia tampoco. Durante un instante, el tiempo parece suspenderse, los latidos de ambos se entrelazan en una especie de diálogo mudo. La criatura avanza un poco, olfatea el barro junto a la mano del protagonista. Él podría intentar defenderse —¿cómo?—, pero hay algo en su interior que le pide esperar.

Entonces la bestia se detiene, emite un gruñido bajo y, contra todo instinto, se tumba a su lado. Su cuerpo caliente desprende un olor fuerte, animal, que a la vez resulta tranquilizador. Seimel no entiende por qué, pero siente una pequeña paz al compartir el calor de otro ser, aunque sea tan extraño y peligroso como él.

 

Los sonidos del infierno nunca callan. A lo lejos, las raíces crujen, y se oyen rumores de pasos pesados, gruñidos, murmullos lejanos. Seimel se encoge junto a la bestia, intentando hacerse invisible, pequeño, apenas una sombra más en la grieta. Pero no es suficiente: el hambre, la sed y el miedo le mantienen despierto.

Al rato, la bestia se levanta, se sacude el barro y se acerca a una de las paredes, donde una veta de savia negruzca rezuma gota a gota. El animal lame la savia, y Seimel siente en la boca una necesidad tan violenta que no puede resistirse. Se arrastra hacia la pared, alarga la lengua y prueba la sustancia viscosa. Es amarga y dulce a la vez, fría como la muerte pero ardiente en la garganta. Al tragar, siente cómo la energía recorre su cuerpo, un calor nuevo que le da fuerzas para moverse.

Observa cómo la bestia lo mira, casi con burla, como si quisiera decir: “Aquí todos aprendemos a sobrevivir.” Seimel asiente, agradecido, y bebe un poco más. Con la energía de la savia, los músculos dejan de temblar y la cabeza se le aclara, aunque el vacío en su pecho sigue igual de intenso.

 

Empieza a explorar la grieta. El espacio es pequeño: apenas unos metros de largo, paredes irregulares que se alzan hasta perderse en la oscuridad. Hay huecos en la piedra de donde asoman insectos enormes, que chisporrotean como brasas al moverse. Las raíces cuelgan como serpientes inertes, goteando savia, y en los rincones anidan pequeños gusanos translúcidos que se retuercen al notar la presencia del recién nacido.

Siente, bajo sus pies, el temblor de algo más grande moviéndose a lo lejos. La tierra respira, se contrae y expande. En ocasiones, una corriente de aire caliente recorre la grieta y le trae olores distintos: fuego, podredumbre, algo que recuerda vagamente a la carne asada. Seimel se pregunta si alguna vez tendrá un nombre, si algún día dejará de ser solo un fragmento perdido en el barro.

En una de las paredes hay marcas, garabatos hechos con garras o dientes. Los explora con la yema de los dedos, sintiendo una electricidad sutil en el contacto. Son símbolos antiguos, palabras en una lengua que no entiende, pero que resuenan en su mente con fuerza. Semilla. Ruina. Grieta. Ciclo. Cada palabra le atraviesa como un trueno, evocando imágenes de guerras antiguas, de ciudades devoradas por el fuego, de voces que claman desde el fondo de pozos sin fin.

—¿Quién soy? —susurra, y su voz le sorprende. Es áspera, rota, más un soplo que una palabra.

La bestia levanta la cabeza, como si hubiera comprendido la pregunta. Seimel se sienta junto a ella y, por primera vez, siente un impulso diferente: no solo quiere sobrevivir, quiere entender. Quiere recordar de dónde vienen esas imágenes, por qué sufre el vacío, por qué le asusta tanto la idea de tener un nombre.

Mira sus manos: dedos largos, uñas oscuras, la piel marcada por venas negras. Aprieta el puño. Siente el poder, la tensión en cada tendón, pero también una debilidad esencial, una grieta en el alma que no se puede llenar solo con savia ni calor ajeno.

 

De repente, un sonido rasga el silencio: algo golpea las paredes de la grieta, un temblor brusco que hace caer fragmentos de roca y asusta a los insectos. La bestia se encoge, el lomo arqueado, lista para huir. Seimel busca un escondite, pero no hay dónde ocultarse.

A través de una fisura entra un destello rojo, una luz imposible que corta la penumbra como un cuchillo. Oye pasos pesados, gruñidos, y por un instante el miedo le paraliza. Siente que lo buscan, que lo llaman, pero también que no están seguros de lo que van a encontrar.

La fisura se ensancha y, en el otro lado, aparece una figura: alta, de silueta retorcida, con cuernos de hueso y una corona de escarabajos en la frente. Sus ojos brillan con una luz febril. Es una de las parteras, la más joven, la que dudó de él antes. Trae en la mano un puñado de ceniza y un cuchillo de hueso.

—No deberías haber sobrevivido —dice, su voz gotea desprecio y cansancio—. No eres lo que esperábamos.

Seimel siente que debería temer, pero algo en su interior arde. Se pone de pie, vacilante pero desafiante. La bestia le acompaña, enseñando los colmillos.

La partera se acerca, examina sus ojos, le huele el aliento.

—Tienes hambre —musita, casi para sí misma—. Tienes sed. Pero tienes algo más… algo podrido. Algo humano.

Escupe al suelo y, sin más, se da la vuelta. Antes de desaparecer por la fisura, lanza una última mirada de advertencia:

—Este lugar te matará. O te hará monstruo. Nadie puede escapar de lo que es.

Seimel siente un temblor en el pecho, como si esas palabras fueran una sentencia grabada en fuego. Se acerca a la bestia y, juntos, miran hacia la grieta, hacia la oscuridad de donde vino la partera.

 

El tiempo vuelve a doblarse. Las raíces susurran, los insectos se esconden, la grieta parece latir al ritmo de sus pensamientos. El protagonista, exhausto, se acurruca junto a la bestia, dejando que el calor animal le arrulle. Cierra los ojos, dejando que la savia, el barro y las palabras grabadas en la pared lo envuelvan.

Antes de dormirse, una última visión lo asalta: una puerta abierta en mitad de la nada, una voz que le llama desde el otro lado, promesas de un hogar imposible, de un ciclo por romper. Seimel extiende la mano, pero la imagen se disuelve y solo queda el frío, el barro, la grieta y la promesa de una lucha que apenas comienza.

 

El sueño no es descanso en el infierno, sino una grieta aún más profunda, donde las cosas que uno teme se deslizan por las paredes del pensamiento y dejan surcos en la memoria. El protagonista, acurrucado junto a la bestia, no duerme del todo: se hunde en una neblina densa, atestada de voces y de luces parpadeantes que lo arrastran hacia un lugar donde la conciencia es dolor y revelación a la vez.

Primero ve agua. Un río negro serpenteando entre colinas bajo un cielo de ceniza, reflejando lunas que nunca ha visto, aunque algo en su interior reconoce el brillo y la música de las corrientes. Las aguas le llaman por un nombre que desconoce, pero que le provoca una añoranza tan profunda como la herida de nacer. Hay figuras en la orilla: siluetas alargadas, irreales, cuyas voces suenan como campanas oxidadas. Le hablan en una lengua que no recuerda, pero cuyas palabras son como cuchillas dulces en la garganta.

Despierta con un espasmo, el pecho mojado de sudor y de savia, el corazón palpitando con violencia. La bestia, atenta, le observa con los ojos brillando en la oscuridad. Se acerca y le lame el antebrazo, limpiando la costra seca de barro y sangre. El contacto es áspero, pero no hostil. Seimel se deja cuidar, preguntándose cuánto tiempo llevan juntos en ese rincón del mundo, cuánto tiempo les queda antes de que todo cambie.

Siente que la grieta se ha vuelto más fría, que la oscuridad se ha espesado. El aire pesa y las raíces, antes quietas, ahora parecen moverse de un modo casi imperceptible, como si el propio infierno respirara a un ritmo distinto. Cada exhalación deja una bruma en el ambiente, y en esa bruma flotan pequeños fragmentos de memoria: risas, gritos, imágenes de un árbol abrasado por el fuego, el crujido de huesos en la lejanía.

 

El hambre vuelve, esta vez más feroz. Seimel explora las paredes de la grieta, buscando otra veta de savia o algo comestible, mientras la bestia le sigue de cerca. Encuentra un racimo de hongos pálidos creciendo en una grieta húmeda. Los arranca con torpeza, los observa: huelen a cobre y a putrefacción, pero el instinto le dice que pueden mantenerlo con vida. Mastica el primero, sintiendo cómo el sabor le abrasa la lengua y le entumece el paladar. Prueba otro, y la bestia le imita, arrancando los hongos de la roca con zarpas ágiles.

Por un instante, ambos se alimentan en silencio, compartiendo la amargura y el alivio, la necesidad y la desconfianza. Cuando el estómago deja de rugir, Seimel siente que algo en su interior cambia. La savia y los hongos le dan una energía distinta, un calor extraño que le sube desde los dedos de los pies hasta la base del cráneo.

Cierra los ojos, deja que el mundo se disuelva un momento. Siente cómo la magia del infierno le recorre, pulsando en las venas, latiendo bajo la piel. No sabe qué es ni cómo controlarla, pero la percibe: una vibración leve, como el roce de alas diminutas, como la promesa de un poder que aún no tiene nombre.

 

La bestia se aparta de su lado y comienza a excavar en el barro, usando las zarpas y el hocico para mover la tierra. Seimel observa el movimiento hipnótico: cada palada deja a la vista un trozo de hueso, una raíz negra, una piedra pulida por el paso de criaturas olvidadas. Siente que algo importante está a punto de suceder, que el animal busca algo no solo por instinto, sino por una urgencia compartida.

La bestia saca del barro un objeto: una máscara de hueso, pequeña, rota por uno de los bordes, manchada de ceniza y de líquenes. La lleva en la boca hasta Seimel y la deja a sus pies. Él la recoge, sintiendo en los dedos el frío ancestral del objeto. Al tocarla, una descarga le sacude, una imagen violenta le cruza la mente: una procesión de figuras encapuchadas, una lluvia de ceniza, un grito de dolor que se pierde en el vacío.

Observa la máscara. Tiene grabados símbolos parecidos a los de la pared: espirales, garras, una grieta en zigzag que recorre el centro. No sabe qué hacer con ella, pero siente que es importante, que encierra una historia olvidada, una respuesta.

Se la pone sobre el rostro. Por un instante, el mundo se detiene. Todo ruido, toda sensación, toda bruma desaparece. Se ve a sí mismo desde fuera: una criatura arrodillada en el barro, una bestia a su lado, la grieta respirando a su alrededor. Se ve débil, inacabado, pero también lleno de posibilidades. Siente, por primera vez, una pequeña chispa de orgullo —o de esperanza.

 

Un temblor recorre el suelo. El barro vibra, la savia gotea más rápido, y las raíces se tensan como cuerdas de un instrumento a punto de romperse. Seimel se quita la máscara y escucha: hay voces en el exterior, pasos y golpes sordos, una agitación que no pertenece a la calma engañosa de la grieta.

La bestia se eriza, el lomo arqueado, las orejas pegadas al cráneo. Seimel la imita, sintiendo cómo el miedo le recorre la espalda, pero también cómo la energía mágica de antes sigue viva en su interior. Cierra los ojos y, por un momento, intenta recordar la frase de la voz interior: “Recuerda, aunque nadie lo haga. Resiste, aunque duela.”

El temblor se detiene. Se oye un grito al otro lado de la roca, un chillido breve y furioso. Después, nada. El silencio pesa, opresivo. Seimel contiene la respiración y la bestia se pega aún más a su costado.

 

Algo se ha acercado a la entrada de la grieta. Se oye un chasquido de uñas contra la piedra, el murmullo de una lengua bifurcada, un olor a carne quemada. Seimel siente cómo la energía mágica de su interior se agita, como si respondiera al peligro.

No sabe cómo lo hace, pero extiende una mano y la apoya en la pared, justo donde la máscara le ha dejado la piel helada. Cierra los ojos y piensa en la luz imposible que vio antes, en la promesa de un hogar imposible, en la palabra “ciclo”. Una vibración recorre sus dedos y, de pronto, la piedra bajo su palma se calienta, vibra y suelta una chispa de luz débil que se desliza por la pared y se pierde en la oscuridad.

El visitante se detiene, olfatea el aire, parece dudar. La bestia gruñe, los ojos encendidos de rabia y miedo. El protagonista, todavía con la mano en la roca, siente cómo el poder se le escapa, como si un río subterráneo estuviera a punto de desbordarse.

De la oscuridad surge una sombra. No es la partera, sino otro demonio, una criatura alta y famélica, de piel blanca, cuernos retorcidos y la boca llena de colmillos demasiado largos. Lleva una lanza hecha de hueso y arrastra cadenas manchadas de sangre seca.

—¡Ah! —exclama, relamiéndose—. Carne nueva en la grieta. ¿Te escondes, pequeño?

Seimel siente el miedo reptar por su espina dorsal, pero algo en su interior rechaza la idea de someterse. Da un paso al frente, la máscara aún en la mano, la bestia a su lado.

—No tienes nombre, ¿verdad? —dice el demonio, acercándose—. Aquí abajo, los que no tienen nombre no tienen dueño. Y los que no tienen dueño… pronto son nada.

El demonio golpea la lanza contra el suelo y una onda de frío recorre la grieta. Seimel tiembla, pero no huye. Aprieta la máscara contra el pecho, sintiendo su peso, el frío y la historia que guarda. La bestia enseña los dientes y el demonio da un paso atrás, sorprendido por la resistencia inesperada.

—Quizá aún sirvas para algo —masculla—. Quizá el ciclo no esté roto del todo.

El demonio observa a ambos, medita un segundo y, tras lanzar una última mirada hambrienta, se retira por donde vino, dejando tras de sí el olor de la muerte y la promesa de volver.

 

Seimel se desploma, exhausto. La bestia le lame la mano, la máscara sigue temblando entre sus dedos. La magia se apaga poco a poco, pero una nueva fuerza permanece: la certeza de que puede resistir, aunque no sepa cómo. Sabe que la grieta es solo el primer refugio y la primera trampa, que pronto tendrá que elegir entre huir o luchar, entre ser presa o ser algo distinto.

Mira la máscara, la bestia y las paredes grabadas de símbolos. Recuerda los sueños, las voces, el río de otro mundo. Sabe que no está completo, que le faltan respuestas, pero también sabe que tiene algo que el infierno no espera: memoria, esperanza, hambre de futuro.

Se acurruca junto a la bestia, la máscara protegida bajo el brazo. Cierra los ojos y se promete no olvidar, aunque duela. Y mientras el infierno se agita y las raíces susurran, Seimel se prepara, sin saberlo, para romper el ciclo.

 

El silencio vuelve a llenar la grieta cuando el demonio del hueso y la cadena desaparece. Seimel no se atreve a moverse al principio, todavía tembloroso, con los músculos a punto de ceder. La bestia respira junto a él, como si compartieran un mismo corazón, y el eco de la amenaza anterior retumba aún en los huesos de ambos.

Seimel pasa un rato largo acurrucado, abrazando la máscara y apretando los párpados para no llorar. No sabe de dónde le viene esa tristeza antigua —¿acaso los demonios pueden llorar?—, pero la siente como un charco de savia fría en el centro del pecho. Le duele estar vivo, le duele estar solo incluso compartiendo el espacio con la bestia. La grieta parece una herida sin fondo, y él una astilla enterrada demasiado hondo para poder sacarla.

Pero el infierno no permite quedarse quieto mucho tiempo. Al cabo de un rato, el hambre regresa con violencia, y la savia y los hongos ya no bastan. Hay un hueco en su interior que no puede saciarse con nada que crezca en las paredes. El vacío se convierte en furia, y la furia en deseo de hacer algo, cualquier cosa, por dejar de sentirse prisionero del barro y del miedo.

Mira la máscara: los símbolos parecen arder bajo su tacto, pulsar al ritmo de su propia sangre. Se pregunta si esos garabatos guardan el secreto de su origen o si no son más que marcas de otro desesperado, otro desechado que pasó por allí antes que él. Pasa el dedo por la grieta central, la siente áspera, caliente, viva. De pronto, se le ocurre una idea: ¿y si también él puede dejar una marca? ¿Y si no está destinado solo a sobrevivir, sino a existir con un propósito?

 

Se levanta despacio, los músculos duelen, pero la determinación es nueva. Busca en el suelo algo afilado y encuentra un fragmento de hueso, pequeño pero puntiagudo. Se acerca a la pared donde antes había visto los símbolos y apoya la mano. Siente un temblor, una vibración sutil, como si la piedra le respondiera. El frío de la roca, mezclado con el calor de la savia, le sube por el brazo hasta el hombro, y durante un instante siente que forma parte de la grieta, que el barro y la sangre son de la misma sustancia.

Respira hondo, y con el hueso comienza a tallar. No sabe qué escribe; deja que la mano se mueva sola, guiada por una fuerza que no entiende. El hueso araña la piedra, dejando un trazo irregular, tembloroso. Un primer símbolo: un círculo roto. Luego, una línea ondulada, como un río. Después, una espiral, una garra, una grieta en zigzag. Se detiene a observar lo que ha hecho: no sabe si ha escrito palabras, nombres, profecías, pero sabe que, por primera vez, ha dejado constancia de su paso por el infierno.

La bestia se le acerca y olfatea los símbolos. Da vueltas sobre sí misma, inquieta, como si hubiera percibido el cambio en la atmósfera. Seimel se sienta en el suelo, apoyando la espalda en la roca recién tallada, la máscara sobre las rodillas. Se siente menos solo, menos deshecho.

 

El cansancio se apodera de él, pero esta vez no lucha contra el sueño. Se deja arrastrar por la penumbra, confiando en la bestia, en la savia que aún le calienta el vientre, en la pared que ahora lleva su marca. El sueño le sorprende con los ojos abiertos: la grieta se vuelve líquida y las paredes respiran con él, llenas de imágenes y de voces.

En la ensoñación, la grieta se ensancha y por ella se cuelan luces de colores imposibles, como si una tormenta de estrellas estallara al otro lado de la roca. Ve figuras: demonios encapuchados, parteras de hueso, bestias mayores y menores, todos bailando en círculo en torno a un fuego negro. Y en el centro del círculo, una silueta infantil, arrodillada, con una máscara rota en las manos.

Los demonios cantan, pero el canto es una letanía de condena y de deseo. Repiten, una y otra vez, palabras que Seimel entiende a medias: “Ciclo. Ruina. Semilla. Refugio.” La silueta infantil levanta la máscara y, al ponérsela, la grieta se ilumina. La luz lo despierta.

 

Abre los ojos sobresaltado, la máscara aún sobre las rodillas, la bestia durmiendo a su lado. El sudor le empapa la frente y la espalda. Mira la pared: los símbolos siguen allí, intactos, brillando levemente bajo la luz viscosa que emite una raíz cercana.

De pronto, un murmullo recorre la grieta. No viene de la bestia ni del exterior, sino de la propia piedra. Es una vibración que solo él parece escuchar, un susurro que atraviesa los huesos y que le llena la cabeza de imágenes: los mismos símbolos que ha tallado, las mismas palabras del sueño. Por un instante, siente que está a punto de comprenderlo todo, de romper la barrera entre el dolor y el significado, pero la sensación se disuelve, como la savia entre los dedos.

 

La bestia se despierta, inquieta. Hay un olor nuevo en el aire, una mezcla de ceniza y miedo. Seimel se pone en guardia, la máscara preparada por si la necesita. Se pregunta si la partera o el demonio del hueso han vuelto, si el ciclo de acecho y huida no acabará nunca.

Pero nada entra en la grieta. Solo el rumor del infierno, el lejano eco de voces y de gritos, el crujido de las raíces bajo el peso de un mundo podrido. Seimel se permite un suspiro. Se acurruca de nuevo junto a la bestia, los símbolos brillando a su espalda. Piensa en el sueño, en la marca que ha dejado, en el acto simple pero revolucionario de no desaparecer sin dejar rastro.

Se promete a sí mismo sobrevivir. No solo sobrevivir, sino resistir: tallar cada día un símbolo nuevo, recordar cada noche el sueño, cuidar de la bestia y de sí mismo como si ambos fueran la última chispa de algo grande, algo digno, algo que el infierno jamás entenderá.

Piensa, por primera vez, en la posibilidad de un futuro, aunque sea tan incierto como la luz viscosa que emana de las raíces. Piensa en un hogar imposible, en una grieta que pueda llamarse refugio, aunque solo exista mientras él y la bestia respiren.

 

El hambre no desaparece, pero el miedo se vuelve soportable. La grieta, que antes era solo tumba, ahora es también cuna. Seimel sabe que los peligros no han acabado, que los demonios pueden regresar, que el ciclo es cruel y persistente. Pero también sabe —y este saber es lo más valioso que posee— que puede resistir, dejar huella, desafiar la condena con pequeños gestos, con símbolos tallados a oscuras, con sueños que arden y no se dejan extinguir.

Se duerme finalmente, abrazado a la máscara, la espalda apoyada en su propia escritura. La bestia ronca suavemente a su lado. El infierno sigue acechando, pero ahora, por primera vez, hay un rincón donde la esperanza es posible.

 

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