El Reino de los Desechados — Capítulo 1 — Nacimiento en la Grieta
No hubo luz en el comienzo, solo la presión de la roca y el rumor de lo que bulle bajo la piel del mundo. El infierno no nace entre fuegos eternos, sino en la negrura más profunda, allí donde los dioses olvidaron mirar y el dolor adquiere forma. Y allí, en la grieta más honda y perdida, algo despierta.
Al principio, solo hay
sensación. Un estremecimiento de carne sobre carne, como si el propio abismo
sudara sueños rotos y se los pegara a la piel. No hay cuerpo todavía, solo
conciencia de ser arrastrado, arremolinado, modelado por fuerzas demasiado antiguas
para tener nombre.
Seimel–todavía sin
nombre, solo un fulgor débil atrapado en el lodo– siente primero el frío. Es un
frío sin memoria, sin consuelo, el frío de los espacios vacíos que preceden a
la creación. Después llega el peso, la densidad de la roca presionando contra
su no-cuerpo, y, finalmente, la humedad de una sangre que no es sangre, sino
lava oscura que palpita en venas secretas.
Escucha antes de ver. El
mundo comienza como un eco, lejano, arrastrado por túneles donde la piedra
grita en lenguas muertas. Palabras que atraviesan la médula de lo nuevo,
susurros de bestias y de cosas que se alimentan de sueños ajenos.
Siente entonces el primer
espasmo, la primera rotura: la corteza del infierno se abre con un quejido y
una mano, monstruosa y temblorosa, se asoma a la grieta. No es suya, sino de
una de las parteras del abismo, esas criaturas de huesos negros y ojos hundidos
que sólo existen para traer al mundo lo que nunca debería haber nacido.
Ellas le arrancan de la
piedra con la violencia de una tormenta de cuchillas. No hay ternura, ni
palabras dulces; solo el chirrido de huesos y el hedor de la ceniza. La
criatura cae al barro, su forma todavía maleable, indefinida, un amasijo de
extremidades que no encuentran su lugar. El dolor es la primera lección:
existir es doler.
Las parteras cuchichean,
dan vueltas a su alrededor. Una hunde un dedo largo en su pecho, buscando un
pulso, una chispa. Otra le huele el aliento, aspirando el vapor de sus sueños.
No hablan con palabras, sino con gruñidos y chasquidos que llenan la estancia
de tensión eléctrica. Algo no está bien.
—Demasiado tibio
—masculla la mayor, una anciana de piel como carbón resquebrajado—. Demasiado…
suave.
Seimel intenta gritar,
pero de su boca solo sale una baba viscosa, un río de ecos que ni siquiera él
entiende. Tiene recuerdos, o quizá son fragmentos de memoria ajena, chispazos
de imágenes: un río iluminado por lunas, una voz que canta en la distancia, el
roce de la hierba bajo unos pies que no son los suyos. Pero aquí solo hay
piedra, ceniza y carne dolorida.
—No es de los nuestros
—gruñe la más joven, alzando la cabeza como si olfateara peligro—. No del todo.
Las parteras lo examinan
con más recelo. Hablan de la semilla, de la grieta, de las profecías que
prometen la ruina o la salvación según quién las escuche. Hablan de la última
vez que algo nació así, y cómo ardieron siete reinos hasta que se hundieron en
el silencio. Una de ellas saca un cuchillo hecho de hueso y empieza a tallar
símbolos en el aire. No lo toca, pero Seimel siente el filo en el alma.
A lo lejos, más allá del
muro de roca, el infierno respira. Hay un zumbido, como de millares de insectos
hambrientos. Algo espera, acecha, desea. Las parteras no lo ven, pero él sí:
formas deformes pegadas a la piedra, ojos brillando en la oscuridad, ansiosos
por devorar al recién nacido.
Pero él no quiere morir.
No aún. Aunque no entienda por qué, algo arde en su centro, una resistencia
sorda y sin nombre. Se arrastra por el barro, intenta apartarse de las
parteras, busca la grieta por la que vino, como si pudiera volver atrás y no
haber nacido. Pero el infierno no perdona, y la vida, una vez invocada, no
retrocede.
Las parteras se cansan de
esperar. Una le arranca la máscara de piel que cubre su cara, otra le clava una
garra en el corazón, buscando el núcleo. Hay decepción en sus gestos, asco en
sus bocas torcidas.
—No servirá —sentencia la
mayor, con voz de trueno apagado—. No sobrevivirá la noche.
Entonces, lo dejan allí,
a la intemperie del abismo, esperando que lo devoren las bestias menores, o que
la fiebre lo consuma. Pero mientras la oscuridad lo envuelve, Seimel escucha,
por primera vez, una voz en su interior. No es la de las parteras, ni la de los
demonios que acechan, sino una voz suave, desconocida, como el eco de un
recuerdo prohibido:
—Recuerda, aunque nadie
lo haga. Resiste, aunque duela. No eres sólo carne del infierno.
Y esa chispa, ese
secreto, lo mantiene despierto mientras, alrededor, el mundo se estremece con
la promesa de la ruina.
El tiempo es un animal
herido en el infierno. Pasa lento y salvaje, doblándose sobre sí mismo,
lamiendo las heridas de los recién nacidos y dejando marcas que jamás se
borran. Seimel permanece en el barro, tiritando, mientras su cuerpo va tomando
forma: huesos largos y flexibles, piel grisácea atravesada de venas oscuras,
ojos como lunas apagadas. El dolor le acompaña, pero hay un tipo de curiosidad
callada en él, una necesidad de mirar, de comprender.
El entorno es un útero de
pesadilla: las paredes rezuman una savia negruzca, y de vez en cuando algo se
arrastra por las hendiduras, dejando tras de sí un rastro de escarcha y ceniza.
Hay raíces que no deberían estar ahí, colgando del techo como dedos sedientos;
criaturas diminutas, casi transparentes, reptan sobre el barro, mordiendo
cualquier cosa que se mueva. El aire huele a cobre y a promesas rotas.
Una de esas criaturas
—una especie de larva con ojos diminutos y dientes translúcidos— se acerca a
él. Seimel la observa, con una mezcla de miedo y fascinación. La larva se
detiene, olfatea el aire, y parece reconocer algo en su interior. Durante un
instante, sus ojos se encuentran. El demonio recién nacido ve su reflejo en la
superficie húmeda de la criatura: no es un monstruo, ni un ángel, solo una
posibilidad quebradiza.
La larva extiende un
tentáculo, rozando su piel. Siente un latido, un pequeño pulso de energía, como
si ambos compartieran un secreto ancestral. Pero el momento se rompe cuando una
sombra se desliza por el muro, un alarido ahogado recorre la grieta, y la larva
se aleja, deslizándose por el barro con movimientos espasmódicos.
Solo otra vez, Seimel vuelve
la vista hacia el techo. Las raíces susurran, palabras sin sentido que se
clavan en su memoria. Recuerda el sonido del agua en otro mundo, el tacto de la
hierba en unos pies que no son suyos, y una canción que nadie le enseñó.
El hambre llega. No es el
hambre de la carne, sino un vacío más profundo, un ansia de sentido, de
pertenencia. Siente que le falta algo —nombre, propósito, compañía—, pero no
sabe cómo llenarlo.
Se arrastra hasta una
charca de lodo y mira su reflejo. La superficie vibra, deforma su rostro, lo
multiplica. Ve rostros superpuestos: unos monstruosos, otros casi humanos,
otros tan antiguos que se pierden en la bruma de la memoria infernal. ¿Cuál de
ellos es él?
De pronto, la grieta
vibra con una resonancia distinta. Un temblor recorre las paredes, haciendo
caer fragmentos de roca y ceniza. Seimel se acurruca, esperando el golpe, pero
lo que llega es un murmullo: voces lejanas, carcajadas, el sonido de un festín
en otro reino. A lo lejos, el rumor de tambores y gritos, ecos de un mundo que
está siempre en guerra consigo mismo.
Cierra los ojos,
intentando ignorar el dolor. Deja que la voz interior regrese, que lo arrulle
como un canto fúnebre. “No eres sólo carne del infierno”. Se repite la frase,
la hace suya, la graba en cada hueso, en cada músculo que brota de su cuerpo
aún inacabado.
Entonces, una luz
imposible se cuela por una rendija de la roca: no es fuego, ni relámpago, sino
el tenue resplandor de algo que no pertenece allí. La luz le acaricia la piel
y, por un instante, el frío y el dolor desaparecen. En esa luz, Seimel ve una
promesa: de libertad, de elección, de que su historia —aún en el infierno—
puede ser suya.
Pero el infierno nunca
olvida. A su alrededor, los murmullos crecen, el aire se espesa, las bestias
acechan. Las parteras han desaparecido, pero su sentencia flota en la
atmósfera: No sobrevivirá la noche.
El protagonista,
tembloroso y solo, se pone en pie por primera vez. Sus piernas fallan, pero el
impulso es más fuerte que el miedo. Da un paso, luego otro, avanzando hacia el
borde de la grieta. Sabe que afuera lo esperan el caos, la crueldad y el hambre,
pero también sabe —de algún modo inexplicable— que esa grieta no es sólo el
lugar de su nacimiento, sino la primera frontera que debe cruzar.
El infierno, vasto e
indiferente, le observa. Hay mil caminos posibles, y ninguno lleva a la
salvación. Pero el recién nacido avanza, llevando consigo la chispa secreta que
las parteras no supieron ver: la capacidad de recordar, de resistir, y de
romper —quizá— el ciclo eterno de los desechados.
Y así comienza su
historia, en el barro y la oscuridad, con la promesa de la ruina brillando como
una estrella muerta sobre su frente.
La oscuridad respira con
él. Cada latido arrastra ecos, voces fragmentadas que se estrellan contra las
paredes del abismo. El barro frío le cubre la piel y, por primera vez, toma
conciencia de su cuerpo: huesos nuevos, músculos tensos y una carne que apenas
es suya. Siente el pulso del infierno bajo la tierra, un temblor antiguo, como
si el mundo entero fuera una bestia dormida y él no fuera más que una herida
abierta sobre su costado.
Avanza a gatas, despacio,
tanteando el suelo blando, notando cómo la humedad se le cuela bajo las uñas,
entre las costillas. Sus movimientos son torpes, vacilantes; cada gesto duele,
cada avance es una batalla contra el propio peso. El barro huele a óxido, a
azufre y a desesperanza.
No sabe cuánto tiempo
pasa. El infierno no mide el tiempo en horas ni en días, sino en ciclos de
dolor y pequeños descubrimientos: una costra de sangre sobre la piel, el
crujido de una articulación recién formada, el sabor agrio de la saliva en la
boca. A veces, la oscuridad parece crecer, y el frío cala tan hondo que siente
cómo las ideas se congelan, se agrietan por dentro.
Cierra los ojos,
intentando recordar algo, cualquier cosa que no sea dolor. Ve luces,
fragmentos, imágenes distorsionadas por una niebla interior: una silueta
bailando bajo un cielo estrellado, la risa de un niño, el sonido de un río. Son
visiones que se evaporan en cuanto intenta aferrarlas. Se pregunta si esas
imágenes le pertenecen, o si el infierno le ha dado la memoria rota de algún
condenado.
El hambre lo despierta.
No es hambre de carne, sino una sed más profunda, una ansiedad insaciable que
le araña el pecho y la garganta. No sabe lo que necesita, solo que le falta. El
vacío se vuelve insoportable y, de pronto, lanza un gemido ronco, animal, que
rebota en las paredes y parece regresar multiplicado. Se estremece. La grieta
responde, devolviéndole un eco que no es exactamente el suyo.
No está solo. Hay algo
más moviéndose en la oscuridad: un sonido sutil, el roce de escamas o de zarpas
sobre la piedra. Seimel se queda quieto, conteniendo la respiración. Los ojos
se le acostumbran poco a poco a la penumbra y, en la distancia, distingue una
silueta. Es una criatura pequeña, de lomo alargado y ojos que arden como brasas
en el barro.
La bestia se detiene a
unos pasos. Huele el aire, ladea la cabeza, saca una lengua bífida para
saborear la humedad. Seimel siente un escalofrío. Intuye que ese ser está
hambriento, que lo observa como a una presa fácil, pero también percibe, en el
fondo de sus ojos, una chispa de reconocimiento, como si ambos compartieran una
misma condena.
No se mueve. La bestia
tampoco. Durante un instante, el tiempo parece suspenderse, los latidos de
ambos se entrelazan en una especie de diálogo mudo. La criatura avanza un poco,
olfatea el barro junto a la mano del protagonista. Él podría intentar defenderse
—¿cómo?—, pero hay algo en su interior que le pide esperar.
Entonces la bestia se
detiene, emite un gruñido bajo y, contra todo instinto, se tumba a su lado. Su
cuerpo caliente desprende un olor fuerte, animal, que a la vez resulta
tranquilizador. Seimel no entiende por qué, pero siente una pequeña paz al
compartir el calor de otro ser, aunque sea tan extraño y peligroso como él.
Los sonidos del infierno
nunca callan. A lo lejos, las raíces crujen, y se oyen rumores de pasos
pesados, gruñidos, murmullos lejanos. Seimel se encoge junto a la bestia,
intentando hacerse invisible, pequeño, apenas una sombra más en la grieta. Pero
no es suficiente: el hambre, la sed y el miedo le mantienen despierto.
Al rato, la bestia se
levanta, se sacude el barro y se acerca a una de las paredes, donde una veta de
savia negruzca rezuma gota a gota. El animal lame la savia, y Seimel siente en
la boca una necesidad tan violenta que no puede resistirse. Se arrastra hacia
la pared, alarga la lengua y prueba la sustancia viscosa. Es amarga y dulce a
la vez, fría como la muerte pero ardiente en la garganta. Al tragar, siente
cómo la energía recorre su cuerpo, un calor nuevo que le da fuerzas para
moverse.
Observa cómo la bestia lo
mira, casi con burla, como si quisiera decir: “Aquí todos aprendemos a
sobrevivir.” Seimel asiente, agradecido, y bebe un poco más. Con la energía de
la savia, los músculos dejan de temblar y la cabeza se le aclara, aunque el
vacío en su pecho sigue igual de intenso.
Empieza a explorar la
grieta. El espacio es pequeño: apenas unos metros de largo, paredes irregulares
que se alzan hasta perderse en la oscuridad. Hay huecos en la piedra de donde
asoman insectos enormes, que chisporrotean como brasas al moverse. Las raíces
cuelgan como serpientes inertes, goteando savia, y en los rincones anidan
pequeños gusanos translúcidos que se retuercen al notar la presencia del recién
nacido.
Siente, bajo sus pies, el
temblor de algo más grande moviéndose a lo lejos. La tierra respira, se contrae
y expande. En ocasiones, una corriente de aire caliente recorre la grieta y le
trae olores distintos: fuego, podredumbre, algo que recuerda vagamente a la
carne asada. Seimel se pregunta si alguna vez tendrá un nombre, si algún día
dejará de ser solo un fragmento perdido en el barro.
En una de las paredes hay
marcas, garabatos hechos con garras o dientes. Los explora con la yema de los
dedos, sintiendo una electricidad sutil en el contacto. Son símbolos antiguos,
palabras en una lengua que no entiende, pero que resuenan en su mente con
fuerza. Semilla. Ruina. Grieta. Ciclo. Cada palabra le atraviesa como un
trueno, evocando imágenes de guerras antiguas, de ciudades devoradas por el
fuego, de voces que claman desde el fondo de pozos sin fin.
—¿Quién soy? —susurra, y
su voz le sorprende. Es áspera, rota, más un soplo que una palabra.
La bestia levanta la
cabeza, como si hubiera comprendido la pregunta. Seimel se sienta junto a ella
y, por primera vez, siente un impulso diferente: no solo quiere sobrevivir,
quiere entender. Quiere recordar de dónde vienen esas imágenes, por qué sufre
el vacío, por qué le asusta tanto la idea de tener un nombre.
Mira sus manos: dedos
largos, uñas oscuras, la piel marcada por venas negras. Aprieta el puño. Siente
el poder, la tensión en cada tendón, pero también una debilidad esencial, una
grieta en el alma que no se puede llenar solo con savia ni calor ajeno.
De repente, un sonido
rasga el silencio: algo golpea las paredes de la grieta, un temblor brusco que
hace caer fragmentos de roca y asusta a los insectos. La bestia se encoge, el
lomo arqueado, lista para huir. Seimel busca un escondite, pero no hay dónde
ocultarse.
A través de una fisura
entra un destello rojo, una luz imposible que corta la penumbra como un
cuchillo. Oye pasos pesados, gruñidos, y por un instante el miedo le paraliza.
Siente que lo buscan, que lo llaman, pero también que no están seguros de lo
que van a encontrar.
La fisura se ensancha y,
en el otro lado, aparece una figura: alta, de silueta retorcida, con cuernos de
hueso y una corona de escarabajos en la frente. Sus ojos brillan con una luz
febril. Es una de las parteras, la más joven, la que dudó de él antes. Trae en
la mano un puñado de ceniza y un cuchillo de hueso.
—No deberías haber
sobrevivido —dice, su voz gotea desprecio y cansancio—. No eres lo que
esperábamos.
Seimel siente que debería
temer, pero algo en su interior arde. Se pone de pie, vacilante pero
desafiante. La bestia le acompaña, enseñando los colmillos.
La partera se acerca,
examina sus ojos, le huele el aliento.
—Tienes hambre —musita,
casi para sí misma—. Tienes sed. Pero tienes algo más… algo podrido. Algo
humano.
Escupe al suelo y, sin
más, se da la vuelta. Antes de desaparecer por la fisura, lanza una última
mirada de advertencia:
—Este lugar te matará. O
te hará monstruo. Nadie puede escapar de lo que es.
Seimel siente un temblor
en el pecho, como si esas palabras fueran una sentencia grabada en fuego. Se
acerca a la bestia y, juntos, miran hacia la grieta, hacia la oscuridad de
donde vino la partera.
El tiempo vuelve a
doblarse. Las raíces susurran, los insectos se esconden, la grieta parece latir
al ritmo de sus pensamientos. El protagonista, exhausto, se acurruca junto a la
bestia, dejando que el calor animal le arrulle. Cierra los ojos, dejando que la
savia, el barro y las palabras grabadas en la pared lo envuelvan.
Antes de dormirse, una
última visión lo asalta: una puerta abierta en mitad de la nada, una voz que le
llama desde el otro lado, promesas de un hogar imposible, de un ciclo por
romper. Seimel extiende la mano, pero la imagen se disuelve y solo queda el
frío, el barro, la grieta y la promesa de una lucha que apenas comienza.
El sueño no es descanso
en el infierno, sino una grieta aún más profunda, donde las cosas que uno teme
se deslizan por las paredes del pensamiento y dejan surcos en la memoria. El
protagonista, acurrucado junto a la bestia, no duerme del todo: se hunde en una
neblina densa, atestada de voces y de luces parpadeantes que lo arrastran hacia
un lugar donde la conciencia es dolor y revelación a la vez.
Primero ve agua. Un río
negro serpenteando entre colinas bajo un cielo de ceniza, reflejando lunas que
nunca ha visto, aunque algo en su interior reconoce el brillo y la música de
las corrientes. Las aguas le llaman por un nombre que desconoce, pero que le
provoca una añoranza tan profunda como la herida de nacer. Hay figuras en la
orilla: siluetas alargadas, irreales, cuyas voces suenan como campanas
oxidadas. Le hablan en una lengua que no recuerda, pero cuyas palabras son como
cuchillas dulces en la garganta.
Despierta con un espasmo,
el pecho mojado de sudor y de savia, el corazón palpitando con violencia. La
bestia, atenta, le observa con los ojos brillando en la oscuridad. Se acerca y
le lame el antebrazo, limpiando la costra seca de barro y sangre. El contacto
es áspero, pero no hostil. Seimel se deja cuidar, preguntándose cuánto tiempo
llevan juntos en ese rincón del mundo, cuánto tiempo les queda antes de que
todo cambie.
Siente que la grieta se
ha vuelto más fría, que la oscuridad se ha espesado. El aire pesa y las raíces,
antes quietas, ahora parecen moverse de un modo casi imperceptible, como si el
propio infierno respirara a un ritmo distinto. Cada exhalación deja una bruma
en el ambiente, y en esa bruma flotan pequeños fragmentos de memoria: risas,
gritos, imágenes de un árbol abrasado por el fuego, el crujido de huesos en la
lejanía.
El hambre vuelve, esta
vez más feroz. Seimel explora las paredes de la grieta, buscando otra veta de
savia o algo comestible, mientras la bestia le sigue de cerca. Encuentra un
racimo de hongos pálidos creciendo en una grieta húmeda. Los arranca con
torpeza, los observa: huelen a cobre y a putrefacción, pero el instinto le dice
que pueden mantenerlo con vida. Mastica el primero, sintiendo cómo el sabor le
abrasa la lengua y le entumece el paladar. Prueba otro, y la bestia le imita,
arrancando los hongos de la roca con zarpas ágiles.
Por un instante, ambos se
alimentan en silencio, compartiendo la amargura y el alivio, la necesidad y la
desconfianza. Cuando el estómago deja de rugir, Seimel siente que algo en su
interior cambia. La savia y los hongos le dan una energía distinta, un calor
extraño que le sube desde los dedos de los pies hasta la base del cráneo.
Cierra los ojos, deja que
el mundo se disuelva un momento. Siente cómo la magia del infierno le recorre,
pulsando en las venas, latiendo bajo la piel. No sabe qué es ni cómo
controlarla, pero la percibe: una vibración leve, como el roce de alas
diminutas, como la promesa de un poder que aún no tiene nombre.
La bestia se aparta de su
lado y comienza a excavar en el barro, usando las zarpas y el hocico para mover
la tierra. Seimel observa el movimiento hipnótico: cada palada deja a la vista
un trozo de hueso, una raíz negra, una piedra pulida por el paso de criaturas
olvidadas. Siente que algo importante está a punto de suceder, que el animal
busca algo no solo por instinto, sino por una urgencia compartida.
La bestia saca del barro
un objeto: una máscara de hueso, pequeña, rota por uno de los bordes, manchada
de ceniza y de líquenes. La lleva en la boca hasta Seimel y la deja a sus pies.
Él la recoge, sintiendo en los dedos el frío ancestral del objeto. Al tocarla,
una descarga le sacude, una imagen violenta le cruza la mente: una procesión de
figuras encapuchadas, una lluvia de ceniza, un grito de dolor que se pierde en
el vacío.
Observa la máscara. Tiene
grabados símbolos parecidos a los de la pared: espirales, garras, una grieta en
zigzag que recorre el centro. No sabe qué hacer con ella, pero siente que es
importante, que encierra una historia olvidada, una respuesta.
Se la pone sobre el
rostro. Por un instante, el mundo se detiene. Todo ruido, toda sensación, toda
bruma desaparece. Se ve a sí mismo desde fuera: una criatura arrodillada en el
barro, una bestia a su lado, la grieta respirando a su alrededor. Se ve débil,
inacabado, pero también lleno de posibilidades. Siente, por primera vez, una
pequeña chispa de orgullo —o de esperanza.
Un temblor recorre el
suelo. El barro vibra, la savia gotea más rápido, y las raíces se tensan como
cuerdas de un instrumento a punto de romperse. Seimel se quita la máscara y
escucha: hay voces en el exterior, pasos y golpes sordos, una agitación que no
pertenece a la calma engañosa de la grieta.
La bestia se eriza, el
lomo arqueado, las orejas pegadas al cráneo. Seimel la imita, sintiendo cómo el
miedo le recorre la espalda, pero también cómo la energía mágica de antes sigue
viva en su interior. Cierra los ojos y, por un momento, intenta recordar la
frase de la voz interior: “Recuerda, aunque nadie lo haga. Resiste, aunque
duela.”
El temblor se detiene. Se
oye un grito al otro lado de la roca, un chillido breve y furioso. Después,
nada. El silencio pesa, opresivo. Seimel contiene la respiración y la bestia se
pega aún más a su costado.
Algo se ha acercado a la
entrada de la grieta. Se oye un chasquido de uñas contra la piedra, el murmullo
de una lengua bifurcada, un olor a carne quemada. Seimel siente cómo la energía
mágica de su interior se agita, como si respondiera al peligro.
No sabe cómo lo hace,
pero extiende una mano y la apoya en la pared, justo donde la máscara le ha
dejado la piel helada. Cierra los ojos y piensa en la luz imposible que vio
antes, en la promesa de un hogar imposible, en la palabra “ciclo”. Una
vibración recorre sus dedos y, de pronto, la piedra bajo su palma se calienta,
vibra y suelta una chispa de luz débil que se desliza por la pared y se pierde
en la oscuridad.
El visitante se detiene,
olfatea el aire, parece dudar. La bestia gruñe, los ojos encendidos de rabia y
miedo. El protagonista, todavía con la mano en la roca, siente cómo el poder se
le escapa, como si un río subterráneo estuviera a punto de desbordarse.
De la oscuridad surge una
sombra. No es la partera, sino otro demonio, una criatura alta y famélica, de
piel blanca, cuernos retorcidos y la boca llena de colmillos demasiado largos.
Lleva una lanza hecha de hueso y arrastra cadenas manchadas de sangre seca.
—¡Ah! —exclama,
relamiéndose—. Carne nueva en la grieta. ¿Te escondes, pequeño?
Seimel siente el miedo
reptar por su espina dorsal, pero algo en su interior rechaza la idea de
someterse. Da un paso al frente, la máscara aún en la mano, la bestia a su
lado.
—No tienes nombre,
¿verdad? —dice el demonio, acercándose—. Aquí abajo, los que no tienen nombre
no tienen dueño. Y los que no tienen dueño… pronto son nada.
El demonio golpea la
lanza contra el suelo y una onda de frío recorre la grieta. Seimel tiembla,
pero no huye. Aprieta la máscara contra el pecho, sintiendo su peso, el frío y
la historia que guarda. La bestia enseña los dientes y el demonio da un paso
atrás, sorprendido por la resistencia inesperada.
—Quizá aún sirvas para
algo —masculla—. Quizá el ciclo no esté roto del todo.
El demonio observa a
ambos, medita un segundo y, tras lanzar una última mirada hambrienta, se retira
por donde vino, dejando tras de sí el olor de la muerte y la promesa de volver.
Seimel se desploma,
exhausto. La bestia le lame la mano, la máscara sigue temblando entre sus
dedos. La magia se apaga poco a poco, pero una nueva fuerza permanece: la
certeza de que puede resistir, aunque no sepa cómo. Sabe que la grieta es solo
el primer refugio y la primera trampa, que pronto tendrá que elegir entre huir
o luchar, entre ser presa o ser algo distinto.
Mira la máscara, la
bestia y las paredes grabadas de símbolos. Recuerda los sueños, las voces, el
río de otro mundo. Sabe que no está completo, que le faltan respuestas, pero
también sabe que tiene algo que el infierno no espera: memoria, esperanza, hambre
de futuro.
Se acurruca junto a la
bestia, la máscara protegida bajo el brazo. Cierra los ojos y se promete no
olvidar, aunque duela. Y mientras el infierno se agita y las raíces susurran, Seimel
se prepara, sin saberlo, para romper el ciclo.
El silencio vuelve a
llenar la grieta cuando el demonio del hueso y la cadena desaparece. Seimel no
se atreve a moverse al principio, todavía tembloroso, con los músculos a punto
de ceder. La bestia respira junto a él, como si compartieran un mismo corazón,
y el eco de la amenaza anterior retumba aún en los huesos de ambos.
Seimel pasa un rato largo
acurrucado, abrazando la máscara y apretando los párpados para no llorar. No
sabe de dónde le viene esa tristeza antigua —¿acaso los demonios pueden
llorar?—, pero la siente como un charco de savia fría en el centro del pecho.
Le duele estar vivo, le duele estar solo incluso compartiendo el espacio con la
bestia. La grieta parece una herida sin fondo, y él una astilla enterrada
demasiado hondo para poder sacarla.
Pero el infierno no
permite quedarse quieto mucho tiempo. Al cabo de un rato, el hambre regresa con
violencia, y la savia y los hongos ya no bastan. Hay un hueco en su interior
que no puede saciarse con nada que crezca en las paredes. El vacío se convierte
en furia, y la furia en deseo de hacer algo, cualquier cosa, por dejar de
sentirse prisionero del barro y del miedo.
Mira la máscara: los
símbolos parecen arder bajo su tacto, pulsar al ritmo de su propia sangre. Se
pregunta si esos garabatos guardan el secreto de su origen o si no son más que
marcas de otro desesperado, otro desechado que pasó por allí antes que él. Pasa
el dedo por la grieta central, la siente áspera, caliente, viva. De pronto, se
le ocurre una idea: ¿y si también él puede dejar una marca? ¿Y si no está
destinado solo a sobrevivir, sino a existir con un propósito?
Se levanta despacio, los
músculos duelen, pero la determinación es nueva. Busca en el suelo algo afilado
y encuentra un fragmento de hueso, pequeño pero puntiagudo. Se acerca a la
pared donde antes había visto los símbolos y apoya la mano. Siente un temblor,
una vibración sutil, como si la piedra le respondiera. El frío de la roca,
mezclado con el calor de la savia, le sube por el brazo hasta el hombro, y
durante un instante siente que forma parte de la grieta, que el barro y la
sangre son de la misma sustancia.
Respira hondo, y con el
hueso comienza a tallar. No sabe qué escribe; deja que la mano se mueva sola,
guiada por una fuerza que no entiende. El hueso araña la piedra, dejando un
trazo irregular, tembloroso. Un primer símbolo: un círculo roto. Luego, una línea
ondulada, como un río. Después, una espiral, una garra, una grieta en zigzag.
Se detiene a observar lo que ha hecho: no sabe si ha escrito palabras, nombres,
profecías, pero sabe que, por primera vez, ha dejado constancia de su paso por
el infierno.
La bestia se le acerca y
olfatea los símbolos. Da vueltas sobre sí misma, inquieta, como si hubiera
percibido el cambio en la atmósfera. Seimel se sienta en el suelo, apoyando la
espalda en la roca recién tallada, la máscara sobre las rodillas. Se siente
menos solo, menos deshecho.
El cansancio se apodera
de él, pero esta vez no lucha contra el sueño. Se deja arrastrar por la
penumbra, confiando en la bestia, en la savia que aún le calienta el vientre,
en la pared que ahora lleva su marca. El sueño le sorprende con los ojos
abiertos: la grieta se vuelve líquida y las paredes respiran con él, llenas de
imágenes y de voces.
En la ensoñación, la
grieta se ensancha y por ella se cuelan luces de colores imposibles, como si
una tormenta de estrellas estallara al otro lado de la roca. Ve figuras:
demonios encapuchados, parteras de hueso, bestias mayores y menores, todos
bailando en círculo en torno a un fuego negro. Y en el centro del círculo, una
silueta infantil, arrodillada, con una máscara rota en las manos.
Los demonios cantan, pero
el canto es una letanía de condena y de deseo. Repiten, una y otra vez,
palabras que Seimel entiende a medias: “Ciclo. Ruina. Semilla. Refugio.” La
silueta infantil levanta la máscara y, al ponérsela, la grieta se ilumina. La
luz lo despierta.
Abre los ojos
sobresaltado, la máscara aún sobre las rodillas, la bestia durmiendo a su lado.
El sudor le empapa la frente y la espalda. Mira la pared: los símbolos siguen
allí, intactos, brillando levemente bajo la luz viscosa que emite una raíz
cercana.
De pronto, un murmullo
recorre la grieta. No viene de la bestia ni del exterior, sino de la propia
piedra. Es una vibración que solo él parece escuchar, un susurro que atraviesa
los huesos y que le llena la cabeza de imágenes: los mismos símbolos que ha tallado,
las mismas palabras del sueño. Por un instante, siente que está a punto de
comprenderlo todo, de romper la barrera entre el dolor y el significado, pero
la sensación se disuelve, como la savia entre los dedos.
La bestia se despierta,
inquieta. Hay un olor nuevo en el aire, una mezcla de ceniza y miedo. Seimel se
pone en guardia, la máscara preparada por si la necesita. Se pregunta si la
partera o el demonio del hueso han vuelto, si el ciclo de acecho y huida no
acabará nunca.
Pero nada entra en la
grieta. Solo el rumor del infierno, el lejano eco de voces y de gritos, el
crujido de las raíces bajo el peso de un mundo podrido. Seimel se permite un
suspiro. Se acurruca de nuevo junto a la bestia, los símbolos brillando a su
espalda. Piensa en el sueño, en la marca que ha dejado, en el acto simple pero
revolucionario de no desaparecer sin dejar rastro.
Se promete a sí mismo
sobrevivir. No solo sobrevivir, sino resistir: tallar cada día un símbolo
nuevo, recordar cada noche el sueño, cuidar de la bestia y de sí mismo como si
ambos fueran la última chispa de algo grande, algo digno, algo que el infierno jamás
entenderá.
Piensa, por primera vez,
en la posibilidad de un futuro, aunque sea tan incierto como la luz viscosa que
emana de las raíces. Piensa en un hogar imposible, en una grieta que pueda
llamarse refugio, aunque solo exista mientras él y la bestia respiren.
El hambre no desaparece,
pero el miedo se vuelve soportable. La grieta, que antes era solo tumba, ahora
es también cuna. Seimel sabe que los peligros no han acabado, que los demonios
pueden regresar, que el ciclo es cruel y persistente. Pero también sabe —y este
saber es lo más valioso que posee— que puede resistir, dejar huella, desafiar
la condena con pequeños gestos, con símbolos tallados a oscuras, con sueños que
arden y no se dejan extinguir.
Se duerme finalmente,
abrazado a la máscara, la espalda apoyada en su propia escritura. La bestia
ronca suavemente a su lado. El infierno sigue acechando, pero ahora, por
primera vez, hay un rincón donde la esperanza es posible.
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