La canción del Carcomado

El sendero hasta la cueva era poco más que una cicatriz de barro, bordeada de raíces podridas y piedras blanquecinas, donde la niebla se aferraba con dedos húmedos a los tobillos. La tarde caía como un telón pesado, oscureciendo los árboles retorcidos que se apiñaban a ambos lados del paso. Nadie hablaba; los pasos del grupo eran el único sonido, salvo el silbido lejano del viento entre las ramas, tan delgado que a veces se confundía con un suspiro.

 
Habían caminado dos días, siguiendo mapas manchados y rumores de taberna: una reliquia perdida, oro suficiente para comprar ciudades, secretos antiguos. Pero aquí, al borde mismo de la boca de la tierra, la promesa de tesoros comenzaba a desvanecerse bajo el peso de la realidad.
Delante, la entrada de la cueva surgía de un peñasco resquebrajado, rodeada de maleza y espinos, como una herida vieja en la piel del mundo. La piedra estaba cubierta de líquenes grisáceos, y en su centro, un arco natural de roca parecía esbozar una sonrisa torcida.

Nadie quiso ser el primero en hablar, pero fue Rurik, el explorador, quien rompió el silencio con voz apenas audible.

—Aquí es —dijo, consultando el pergamino con manos que intentaban no temblar—. La Cueva de las Voces, según el mapa.
La guerrera, Mara, escupió al suelo.
—Las voces serán las nuestras si nos quedamos aquí fuera. ¿Entramos o no?
A su lado, Lys, la sanadora, ajustó su morral y echó un vistazo al mago, un hombre flaco y desgarbado llamado Osiel, que apenas levantó la mirada de su bastón.
—La luz se va. Si de verdad hay… algo aquí, cuanto antes entremos, antes saldremos.

Había una lógica fría en eso. Rurik inspiró hondo y cruzó primero el umbral de sombra. La humedad lo golpeó en la cara: un vaho denso, dulzón, que olía a raíces muertas y a carne enmohecida. Uno a uno, el resto lo siguió.
Mara desenvainó su espada; Lys murmuró una oración breve; Osiel tocó la roca con los dedos, como si pudiera leer la historia de la cueva en sus grietas.

Dentro, el mundo cambió. El aire era más pesado, casi líquido.
La luz de la antorcha bailaba sobre las paredes cubiertas de musgo, revelando extrañas formaciones de piedra que, en la penumbra, parecían miembros humanos trenzados. A cada paso, el suelo crujía bajo los pies, aunque nadie distinguía si eran piedras o fragmentos de algo más frágil.
El túnel descendía en espiral, tragándose el último vestigio de luz natural. El eco de sus pasos parecía multiplicarse, volviendo cada sonido sospechoso, como si fueran seguidos por algo invisible.

 

Al poco de avanzar, Rurik se agachó sobre un promontorio de roca para examinar una extraña marca: huesos pequeños, probablemente animales, incrustados en la pared como si la piedra los hubiera absorbido.

—No he visto nunca esto —susurró—. Es como si la cueva…
—Se tragara lo que entra —completó Mara, en voz baja.

Lys se estremeció y miró atrás, hacia la bocana lejana y ya oscurecida.

—¿Creéis que los rumores de las voces son ciertos? —preguntó, esforzándose por sonar casual.
Osiel se encogió de hombros.
—En las leyendas siempre hay algo de verdad. Pero la mayoría son sólo advertencias para mantener a la gente lejos de lo que no debe encontrarse.

La conversación murió al instante. Siguieron avanzando en silencio, escuchando cómo el goteo del agua se mezclaba con los ecos de sus propios movimientos. En ocasiones, el túnel se abría en pequeñas cámaras, llenas de estalactitas que colgaban como dientes. En una de ellas, hallaron restos de lo que parecía haber sido un campamento: una bolsa rota, una lámpara apagada, jirones de tela podridos.

Rurik rebuscó entre los restos y halló un trozo de diario, ilegible salvo por una frase repetida varias veces:
"Cantan bajo la piedra. Cantan y no me dejan dormir."

El explorador frunció el ceño, guardándose la página.
—Parece que no somos los primeros, y que quizá tampoco salgamos siendo los últimos.

 

El pasillo siguiente era más angosto. El grupo avanzaba apretado, las antorchas lanzando sombras monstruosas en las paredes. En el aire comenzó a flotar una melodía apenas perceptible, como un tarareo infantil desde muy lejos. Nadie la mencionó, pero todos la escucharon.

En un recodo, la sanadora Lys se detuvo en seco. Sus ojos se fijaron en una inscripción tallada en la roca, cubierta de líquenes, pero aún legible:
"Todos nos fundimos en la piedra. Aquí terminan las voces que buscan consuelo."

Osiel examinó la inscripción, murmurando palabras en lenguas antiguas.
—Esto no es sólo advertencia. Es… es una plegaria.

Mara resopló.
—O una amenaza.

Rurik tragó saliva, tratando de ignorar la sensación de que la cueva misma respiraba alrededor de ellos.

 

La melodía aumentó de volumen, aunque aún parecía venir de todas partes y de ninguna.
—¿La escucháis? —preguntó Mara, apretando el mango de su espada.
Nadie respondió.
Pero entonces, Lys se llevó una mano a la boca, los ojos abiertos de par en par.
—Esa canción… mi abuela me la cantaba de niña.
El mago Osiel giró en seco, clavando su mirada en la sanadora.
—Eso no es posible.
Pero ahora él mismo reconocía palabras, distorsionadas pero familiares: su nombre, un fragmento de historia, una promesa olvidada.

Un viento frío barrió el túnel, haciendo parpadear las antorchas. Durante un instante, las sombras en la pared parecieron moverse por sí solas, separándose del grupo y danzando en círculo.

 

Rurik fue el primero en notar el olor: algo agrio, rancio, que recordaba a la sangre seca y a la madera podrida.
—No estamos solos aquí —dijo, la voz tensa.

Mara se adelantó, abriendo paso con la espada.
—Sea lo que sea, más vale que esté preparado para recibirnos.

Entraron en una cámara más amplia.
Las paredes estaban cubiertas de huesos, algunos tan antiguos que se confundían con la roca, otros recientes, aún con jirones de carne. Entre los restos, se adivinaban rostros petrificados en muecas de horror, algunos fusionados entre sí, como si la cueva hubiera decidido ahorrarse espacio, o memoria.

En el centro, un montículo de cráneos yacía a modo de altar improvisado. Sobre él, una figura de barro y huesos, retorcida, parecía observarlos desde la penumbra, aunque carecía de ojos.

Lys sintió cómo el frío subía por su columna vertebral.
—No deberíamos estar aquí —susurró.

Osiel se acercó cautelosamente al altar, examinando la figura.
—No es una efigie de culto. Es una advertencia. Un recordatorio de lo que espera a quienes siguen escuchando.

 

De repente, Rurik soltó un grito ahogado.
Algo le rozó la pierna; al mirar hacia abajo, vio que una mano huesuda, medio fusionada a la piedra, asomaba desde la pared. Se apartó de un salto, el corazón desbocado.
—¡Nos está mirando!
Mara levantó la antorcha y la movió en círculos, buscando cualquier movimiento. Las sombras danzaron, creciendo y encogiéndose.

Por un momento, la melodía cesó. El silencio fue aún peor: pesado, absoluto, como si la cueva hubiera dejado de respirar.

Lys se arrodilló junto a la mano petrificada. Al tocarla, sintió un escalofrío y, por un segundo, creyó oír su propio nombre susurrado desde la piedra.

 

Entonces, la canción regresó.
Esta vez, las voces eran más claras, repitiendo nombres, promesas, miedos. La figura de barro parecía moverse, solo un poco, como si despertara con el eco.

Osiel retrocedió, palideciendo.
—No estamos escuchando una melodía. Estamos oyendo a quienes la cantan desde dentro de la piedra.
Mara apretó la mandíbula.
—Sea como sea, no pienso quedarme a formar parte del coro.

El grupo se preparó para avanzar, pero la cueva parecía haberse estrechado a su alrededor.
El aire se volvió más espeso, las sombras más profundas, y la melodía más urgente.
Nadie lo dijo, pero todos sabían que ya no estaban solos, ni siquiera dentro de sí mismos.
La Canción del Carcomado había empezado a llamarlos, y no pensaba quedarse sin respuesta.

El pasillo descendía, angosto y sofocante, tragando cualquier rastro de luz, esperanza y cordura. El grupo avanzaba en silencio, cada cual con su propio miedo apretado en el pecho, como si temieran que la más leve palabra pudiera despertar algo antiguo y hambriento. La canción seguía flotando en el aire: primero susurrante, luego creciente, hasta que la melodía se pegaba a la piel como una humedad imposible de secar.

Mara, la guerrera, caminaba en cabeza, la espada siempre levantada, los ojos moviéndose de un rincón al siguiente. Su respiración era lo único que marcaba el ritmo. Cada poco, miraba por encima del hombro y comprobaba que Lys, Rurik y Osiel seguían tras ella. Pero el pasillo se volvía más irregular, la piedra más blanda, como si estuvieran avanzando a través de un cuerpo vivo y no de una montaña inerte.

 

Fue Rurik quien se detuvo primero.
—Esperad…
Había algo en el suelo: huellas borrosas, pisadas de botas viejas que no eran las suyas, deslizándose en el barro y luego desapareciendo bajo la roca.
—¿Veis esto? No somos los únicos.
Lys se agachó, pasó los dedos sobre la marca y sintió un calor húmedo, como si la piedra latiera.
—A lo mejor tampoco los primeros.
Nadie respondió. En ese momento, la canción creció, llenando todo el espacio, como si los muros la repitieran a propósito. Ahora, la melodía traía palabras. Voces que reconocían.
—¿Mamá? —murmuró Lys, sin poder evitarlo.
Osiel frunció el ceño.
—Eso no es posible…
Pero en el eco, el mago oyó la voz ronca de su padre, muerto hacía años, repitiendo viejas frases de cuando era niño, órdenes que creía olvidadas y que ahora, en la cueva, lo llenaban de culpa.

 

Las paredes comenzaron a cambiar. Ya no eran lisas: estaban cubiertas de marcas de dedos, como si manos desesperadas hubieran intentado arañar la piedra para salir. Entre las grietas, asomaban huesos pequeños y, a veces, fragmentos de rostros que parecían surgir de la roca para gritar en silencio.
—No miréis demasiado —advirtió Rurik, la voz temblorosa—. Es sólo la piedra.
Pero Mara no pudo evitarlo. Por un instante, creyó reconocer la cara de su hermano, muerto en batalla, fundida en una esquina oscura de la pared, los labios abiertos en una súplica silenciosa.

Lys comenzó a recitar oraciones entre dientes.
—Sanadoras de la luz, protegednos…
Pero las palabras se perdían, engullidas por el eco.
En una curva del túnel, hallaron un mural tallado: cuerpos humanos trenzados entre sí, fundidos en la roca. Algunos alzaban las manos hacia arriba; otros tenían los ojos arrancados o las bocas abiertas en un grito interminable.
Rurik retrocedió un paso.
—¿Esto lo hicieron ellos… o la cueva misma?
Osiel apoyó la mano en la pared, cerró los ojos, intentando sentir alguna magia, algún vestigio de conjuro, pero sólo recibió un golpe de frío y la sensación de que algo dentro de la piedra se movía para escapar de su toque.

 

De repente, la melodía cambió de tono. Las voces se multiplicaron, cada una diciendo una palabra diferente, nombres, fechas, promesas rotas. Lys se apretó contra la pared, tapándose los oídos.
—¡No! ¡Eso no es real!
Mara trató de calmarla, pero también sintió que el suelo bajo sus botas se volvía blando, como si caminara sobre carne y no sobre roca.

Fue entonces cuando Rurik, distraído, se rezagó un par de pasos.
Oyó una voz clara y dulce a sus espaldas:
—Hermano, ven. Estoy aquí.
Se giró y, en la penumbra, creyó ver a su hermana menor, de pie junto a una grieta en la pared, tendiéndole la mano.
Rurik avanzó, hipnotizado, olvidando el peligro.
La figura retrocedió, siempre fuera de alcance.
El explorador se adentró por una estrecha fisura lateral, sus pasos apenas audibles.
Nadie lo vio alejarse.

 

Osiel fue el primero en notar su ausencia.
—¿Rurik?
La luz de su antorcha no alcanzaba a ver el final del pasillo.
Mara maldijo.
—¡Siempre tiene que ir por libre!
—No deberíamos separarnos… —dijo Lys, y la voz se le quebró.

De pronto, un grito ahogado les llegó desde la oscuridad.
—¡Rurik!
Corrieron tras el eco, pero el túnel parecía alargarse y doblarse, cada giro más abrupto que el anterior. El aire se hacía pesado, viciado, lleno de un olor agrio que picaba la nariz.
En una curva, hallaron restos de sangre fresca sobre la piedra, pero ni rastro del explorador.

Osiel intentó concentrarse, buscando un hechizo de localización, pero la canción interfería, llenando su mente de imágenes de su infancia, de su madre muerta, de palabras jamás dichas.
—No puedo… No puedo… —repetía, apretándose las sienes.

Mara se obligó a avanzar.
—Tenemos que seguir. Si nos paramos, estamos muertos.

 

El grupo siguió, roto, los pasos resonando huecos.
El pasillo se abría ahora en una cámara enorme, donde la oscuridad parecía más densa, casi física.
Las antorchas apenas iluminaban unos metros, y en el centro de la sala, colgando del techo como frutos podridos, había una docena de figuras momificadas, suspendidas por fibras que salían de la piedra misma.
—Dioses… —susurró Lys, tapándose la boca para no vomitar.
Mara alzó la antorcha, buscando el origen de esas fibras.
En el techo, vio formas moviéndose, reptando, deslizándose, apenas perceptibles.

Y, entonces, lo vieron:
Una silueta deforme, más grande que un hombre, se arrastraba por la pared, sus miembros multiplicados y fusionados, su piel llena de ojos ciegos y bocas que no dejaban de susurrar.
Era como si varias personas hubieran sido devoradas y, al mismo tiempo, convertidas en la materia misma de la criatura.
El Carcomado.

 

Durante un instante, las voces se detuvieron. Sólo se oyó el repiqueteo de gotas de agua y el roce de la carne contra la roca.
El Carcomado giró la cabeza —o lo que fuera esa masa informe— hacia el grupo. Las bocas susurraron, luego gritaron.
Lys cayó de rodillas, tapándose los oídos, sollozando.
Mara se puso delante, espada en mano, aunque las piernas le temblaban.

Osiel retrocedió, tropezando con algo blando: una de las figuras suspendidas, el rostro congelado en un grito, los ojos aún abiertos.
—Tenemos que salir de aquí… —murmuró, pero la entrada por la que habían llegado ya no estaba. La cueva había cambiado, los pasillos torcidos, sellados por la propia piedra.
La criatura se acercó, sus manos y pies fusionados a retazos de otras manos y pies, moviéndose con una agilidad antinatural. Sus ojos giraban en todas direcciones, sus bocas reían, lloraban, imploraban.

—No escuchéis —susurró Mara, pero era imposible.

La canción era cada vez más fuerte, más personal.
Lys oía a su abuela y a su hermana, pero también a sí misma, repitiendo sus peores errores, sus arrepentimientos, sus miedos más antiguos.
Osiel vio a su maestro, muerto hacía años, susurrándole maldiciones y promesas incumplidas.
Mara vio a su hermano, la culpa del combate, el perdón que nunca llegó a pedir.

 

Un nuevo grito rompió el aire.
Era Rurik, aunque su voz estaba distorsionada, como si saliera desde dentro de la piedra.
—¡Ayudadme! ¡No puedo salir!
Pero ya no había hueco alguno en la pared, sólo una fisura por donde se deslizaba la carne del Carcomado.

Lys intentó moverse, pero sus piernas no respondían. Sentía que la cueva tiraba de ella, que las voces la aferraban desde dentro, ofreciéndole descanso, olvido, consuelo.

Mara gritó, lanzando la antorcha contra la criatura.
El fuego lamió la carne y el barro, pero el Carcomado sólo se retorció, riendo con todas sus bocas.
Osiel intentó conjurar una luz, pero la magia no prendía en la oscuridad viva de la cueva.
La criatura se estiró, extendiendo un brazo que parecía multiplicarse, ramas humanas brotando de la carne. Un dedo tocó la frente de Lys, y un escalofrío la recorrió. Por un segundo, oyó todas las canciones de su infancia, todas las despedidas, todos los secretos no contados.

 

Mara se abalanzó con la espada, cortando el brazo del Carcomado.
La criatura gritó, y el eco de ese grito rebotó en los pasillos, multiplicándose, desgarrando la mente del grupo.
Los cadáveres suspendidos comenzaron a vibrar, algunos abrieron los ojos y movieron los labios, repitiendo fragmentos de canciones, de oraciones, de insultos, de súplicas.

Osiel intentó arrastrar a Lys, pero la sanadora estaba como petrificada, la mirada perdida en algún punto de la infancia.
—¡Vamos, Lys! ¡Vamos!
Pero Lys sólo murmuraba, una y otra vez, la misma melodía que su abuela le cantaba.

La criatura se replegó por un instante, como si sintiera dolor, pero la cueva misma vibró a su alrededor, los muros palpitando al ritmo de su canción.
El grupo se refugió en un rincón, el miedo apretándolos como un puño.
Mara, sudorosa y pálida, miró a los otros.
—No podemos quedarnos aquí. Hay que moverse, aunque sea hacia adelante.

La única salida era un pasadizo oscuro que se abría más allá de la cámara.
Osiel tomó la antorcha caída, la encendió temblando y, junto a Mara, tiró de Lys para que la siguiera.
Detrás, el Carcomado se deslizaba por la pared, susurrando nombres y promesas.

 

Avanzaron a trompicones, el eco de la canción persiguiéndolos.
Las paredes parecían sangrar humedad, y en cada esquina, los ojos y bocas tallados en la piedra les seguían, repitiendo su propio miedo, sus propios secretos.
Osiel murmuraba conjuros, Mara apretaba la espada hasta hacerse daño en la palma, Lys caminaba como un sonámbulo.

Detrás, el Carcomado avanzaba, lento pero inevitable, como el olvido.

El pasillo se volvió tan estrecho que debieron avanzar de lado, raspando sus ropas y piel contra la roca viva. Cada roce les arrancaba fragmentos de memoria: un cumpleaños olvidado, una promesa incumplida, una caricia perdida.
A cada paso, sentían que algo de ellos se quedaba atrás, engullido por la cueva, mientras la canción no dejaba de sonar.

 

Finalmente, el pasadizo se abrió en una nueva cámara.
Al fondo, apenas iluminado, había un altar de hueso y barro, y sobre él, el rostro desfigurado de Rurik, ya no humano, ya no consciente, fundido al cuerpo del Carcomado, su boca sumándose a la canción interminable.

Mara gritó, Osiel cayó de rodillas, Lys, al fin, rompió a llorar.

La cueva vibró a su alrededor, como si festejara su llegada.

Detrás, la sombra del Carcomado se alzaba, más grande y más hambrienta.

La canción no se detenía.
Y ellos ya no sabían si aún quedaban voces propias dentro de sus cabezas, o si ya todo era piedra y eco.

El aire era un charco espeso, y los latidos del Carcomado vibraban en cada rincón. La cámara en la que el grupo había emergido parecía no tener techo, solo un abismo oscuro del que colgaban filamentos de huesos, jirones de carne reseca y gotas de humedad que caían en ritmos descompasados. El altar de huesos al fondo, con el rostro de Rurik fundido y desfigurado, era la última frontera: un umbral entre lo que quedaba de humanidad y la marea de olvido.

Mara retrocedió, ahogada en furia y horror.
—¡No es él! ¡Eso no es él!
Pero los labios de Rurik se abrieron y de su boca brotó la canción, primero en voz baja y rota, luego más fuerte, sumándose a todas las demás que llenaban el aire como un enjambre.
Lys se tapó los oídos, pero la melodía atravesaba piel y hueso; estaba en el pecho, en los recuerdos, en la voz de la abuela y en las risas perdidas.
Osiel, temblando, extendió la mano hacia Mara, pero ella ya no le veía: solo veía la monstruosidad, la ruina, el destino inevitable.

 

Detrás de ellos, la sombra del Carcomado crecía.
El monstruo reptaba, arrastrando cuerpos, bocas, manos y ojos por el barro, la piedra y la memoria. En cada pliegue de su carne se movía una vida robada: dedos que temblaban, ojos que miraban sin ver, bocas que cantaban versos rotos.
Susurraba y, al mismo tiempo, gritaba.
Las voces no eran sólo de los caídos, sino también de los que alguna vez buscaron consuelo y no hallaron nada salvo fusión y muerte.

Las paredes temblaron. El altar vibró.
El Carcomado se incorporó, descomunal, y su sombra llenó el espacio.

—Venid. —La palabra emergió de decenas de bocas, todas a la vez—. Venid a casa.

 

La cueva se deformó a su antojo.
El pasillo por el que habían entrado desapareció; el suelo se hinchó, formando columnas de huesos y barro, manos emergiendo de la roca y ojos parpadeando desde las fisuras. La melodía crecía, saturándolo todo, hasta que Mara ya no distinguía su propio grito del coro de voces que llenaban la cámara.

Osiel intentó pronunciar un hechizo, una última palabra de poder, pero la lengua se le trabó: todo conjuro requería un nombre propio, y ya no estaba seguro de recordar el suyo.
Las bocas del Carcomado se burlaban de él, repitiendo sílabas desordenadas, fragmentos de recuerdos.
—Mamá… Os… luz… —La criatura reía y lloraba, y las paredes respondían, vibrando, repitiendo la burla.

 

Lys cayó de rodillas, exhausta.
El frío de la piedra la empapaba, y cada vez que parpadeaba, veía imágenes que no le pertenecían: la muerte de un padre desconocido, el llanto de un niño en un idioma ajeno, la soledad de una anciana olvidada.
Sintió que su propio cuerpo se volvía pesado, que las manos se pegaban al suelo, y al mirar abajo descubrió que la roca se transformaba, absorbiendo sus dedos, fundiéndolos lentamente con la piedra.

Trató de gritar, pero su voz no era más que un eco, devuelto y deformado por la cueva.

 

Mara, sin soltar la espada, corrió hacia el altar.
Clavó la hoja en el cráneo de Rurik, como si pudiera liberarlo del monstruo, pero el acero se dobló, la carne rechinó y el rostro de su amigo solo la miró con compasión rota.

—Ayúdame…
Era Rurik, y no lo era.
Era la suma de todas las voces.

Mara lloró, un llanto seco, furioso, y se arrojó sobre el Carcomado, cortando, pateando, golpeando, mientras las manos del monstruo la atrapaban y la apretaban hasta romperle la armadura y los huesos.
Cada vez que la tocaba, sentía pedazos de sí misma desprenderse: recuerdos de su madre, la risa de su hermano, un campo de trigo al amanecer.
Se aferró a uno —una canción infantil, una palabra cariñosa—, pero la criatura la absorbió, sumándola a su coro.

 

Osiel, apenas consciente, buscó a Lys.
La sanadora ya estaba medio fundida en el suelo, los ojos abiertos, la boca cantando sin sonido.
Él quiso agarrarla, sacarla, pero la roca era viscosa y fría, pegajosa como la traición.
—Lys…
Su nombre se deshizo entre los ecos.
El mago, desesperado, arrancó su amuleto, lo apretó hasta sangrar, y trató de invocar una llama.
Un destello azul chisporroteó en el aire…
El Carcomado aulló, retrocediendo, cubriéndose el rostro con cientos de manos.
Por un momento, la canción titubeó y Osiel creyó ver, en el fondo de la criatura, un núcleo de dolor, de hambre, de soledad.

Pero el destello murió en segundos.
El monstruo se recompuso, más grande y oscuro que antes.

Las bocas del Carcomado se abrieron al unísono y la canción fue un trueno:
—Ven. Ven. Ven.

El cuerpo de Lys fue absorbido, las piernas desapareciendo en la piedra, el pecho encogido en un último suspiro.
Sus ojos se cerraron y, al hacerlo, la melodía adoptó su timbre, una voz dulce y frágil, que se sumó al coro eterno.

 

Osiel sintió la desesperación devorarlo.
Corrió hacia Mara, pero solo encontró una sombra enredada en brazos y piernas, la armadura oxidándose al instante, la piel fusionada a la masa palpitante de la criatura.
La guerrera ya no estaba: solo quedaba su boca, que cantaba una melodía sin sentido.

—No…
Osiel tropezó, cayó de rodillas y apoyó la frente contra la piedra fría.
Por un momento, en el murmullo de la cueva, creyó oír su nombre, pero cuando levantó la cabeza, todas las voces se reían de él, llamándolo por cientos de nombres que no reconocía.

—No… no…
Intentó recordar a su madre, su infancia, la primera vez que vio una estrella fugaz.
Pero el recuerdo se hizo arena y la arena fue absorbida por la piedra.

La sombra del Carcomado lo cubrió.
Las manos lo sujetaron, los ojos lo miraron, las bocas cantaron con su voz, y Osiel supo que, en ese instante, dejaba de existir.

 

La cámara quedó en silencio por un instante, roto sólo por el gotear del agua.
El Carcomado se reclinó, satisfecho, sus miembros reorganizándose, sus bocas cerrándose para guardar los secretos y los miedos recién adquiridos.
Donde antes hubo tres personas, ahora había carne, huesos y ecos.

La cueva se transformó de nuevo, los pasadizos se cerraron, la piedra ocultó todo rastro del grupo, salvo un leve murmullo, apenas audible, como una canción infantil perdida entre la roca.

 

Aferrada al último instante de conciencia, Lys —o lo que quedaba de ella— intentó recordar su nombre, una oración, cualquier cosa suya.
Pero el coro la arrastró y la memoria se disolvió.
Solo quedó la melodía, ahora más rica, más compleja, con tres nuevas voces sumadas a la antigua tristeza.

 

En la entrada de la cueva, muchos días después, el viento removió hojas secas.
Un campesino se detuvo, mirando el arco de piedra y los líquenes grises.
Durante un instante, creyó escuchar una canción, lejana, suave, llena de promesas y susurros.
La melodía lo atrajo, y el campesino dio un paso adelante, hipnotizado.

En el fondo de la cueva, el Carcomado sonrió —o eso pareció—, pues siempre había lugar para una voz más.

Y la canción nunca terminaba.

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