Autocrítica de La tumba que aprendió a recordar: Lo que la grieta dejó en mí
Cuando terminé La tumba que aprendió a recordar, supe que no había escrito solo una novela de fantasía, sino un libro sobre la memoria, el duelo y la grieta que queda cuando uno intenta recordar lo que no vivió. Esta historia nació de la pregunta: ¿qué pasa cuando lo que más te duele no es lo que perdiste, sino lo que aún no has sabido nombrar?
Mi intención era ofrecer un relato distinto: sin héroes clásicos, ni linajes, ni profecías. Una novela donde el verdadero conflicto es interno, donde la amenaza es el olvido y la única salvación es sostener sin romperse. Quise que Neim, Rohna, Aeryn y las demás portadoras fueran personajes frágiles y resistentes a la vez, capaces de cargar con voces ajenas y, aun así, encontrar su propia palabra.
Ahora, después de releer el libro y escuchar a las primeras lectoras, reconozco tanto sus aciertos como sus grietas:
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Lo que quería transmitir:
Sobre todo, una atmósfera de herida y ternura, de recuerdos que buscan cuerpo. La magia de esta historia está en la memoria compartida, en la posibilidad de resistir no por poder, sino por cuidado. Quería que cada fragmento, cada símbolo, cada silencio tuviera sentido, aunque no siempre una explicación racional. -
Virtudes:
Creo que la novela consigue crear una voz única, una prosa poética que invita a leer despacio, a detenerse en los ecos y a dejarse atravesar por lo no dicho. Los personajes secundarios suman capas de humanidad y acompañan en el viaje, nunca como simples ayudantes, sino como grietas que también sostienen. -
Limitaciones y errores:
El lirismo constante puede fatigar. La novela no siempre respira; a veces es demasiado densa, demasiado simbólica, demasiado grave. Reconozco que el ritmo puede resultar irregular y que algunas tramas secundarias quedan apenas insinuadas. Hay conceptos—como el verbo sellado, el Intendente, o el ritual de los símbolos—que quizás necesiten más pausa o desarrollo, especialmente para lectoras que buscan una historia más clara o convencional. -
Lo que me hubiese gustado hacer distinto:
Me habría gustado equilibrar mejor la oscuridad y la esperanza, ofrecer más momentos de luz o cotidianidad entre tanto peso emocional. Tal vez alguna escena de calma, de humor involuntario, de simpleza. Y no dejar tantas respuestas a medias: a veces el misterio suma, pero otras puede frustrar. -
La conclusión:
Escribí este libro como quien acompaña a una herida: con respeto, sin prisas, sabiendo que no siempre hay cierre. Me he dado cuenta de que la novela es imperfecta, pero también necesaria para mí. Porque, al igual que sus personajes, no sé si estoy hecho para recordar o para ser recordado. Pero al menos, quiero intentarlo.
Autocrítica final:
La tumba que aprendió a recordar es una novela sobre lo que no se dice, sobre las palabras que quieren ser cuerpo y sobre la grieta que aprendemos a sostener en vez de tapar. Ojalá quienes la lean encuentren, como yo al escribirla, una forma de mirar el dolor sin miedo y de entender que recordar nunca es acumular, sino sostenerse sin romper.
¿La volvería a escribir?
Sí, pero esta vez me permitiría más respiro, más ternura, más vida entre tanta herida. Porque hasta las grietas, si se cuidan, pueden ser camino.
—Theron Lysandros
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